[Por Gonzalo Cáceres Q.]
¿La versión criolla del edificio inteligente habría llegado a su eclipse? Es una pregunta admisible visto el mercado de las palabras vigentes. En rigor, la expresión ya cotizaba a la baja antes del terremoto del 2010. Si nos atenemos al microcosmos de anuncios pagados por la publicidad inmobiliaria, el vocablo dejó de circular antes del último otoño fundiario-financiero internacional. Pero la ausencia de un obituario conocido también nos permite dudar. Con fracciones de Santiago a la vista, sostendremos que la dilución del término no significó la mortalidad del fenómeno.
Antes de asociar el proyecto urbano denominado Costanera Center con la versión “nativa” del edificio inteligente, es necesario ensayar una caracterización. Forzado a convertirlo en una fisonomía reconocible, la publicidad del edificio inteligente enfatizó la autonomía como credo. De este modo, la independencia del tipo edificado se justificó más en los materiales y diseño escogidos que en la ciudad donde debía encajar.
Auto-erigido en novedad afirmativa, el edificio inteligente se presentaba como el mejor domicilio laboral para los nuevos tomadores de decisión. “Yuppi-dependiente”, sus promotores apostaron a que su solipsista reproducción haría olvidar la acongojada austeridad de la torre racionalista.
Más allá de su continente, el edificio inteligente acunaba credenciales introvertidas. ¿Cuáles? Su funcionalidad se presentaba como un antídoto frente a la amenaza delictiva que algunos medios azuzaron sin disimulo. Diseñado para ser monitoreado con arreglo a dispositivos electrónicos, sus secciones fueron bañadas por una oferta lumínica inusual. Una excepcional proliferación de cámaras provocó que la vigilancia interna/externa se convirtiera en un registro cotidiano. Cerraba el polígono de amenidades, la superposición de sistemas automatizados para detectar humo, girar estructuras, propiciar riego, insonorizar ambientes, aislar térmicamente y reducir oscilaciones sísmicas. A no dudar, los edificios inteligentes se presentaron como la versión arquitectónica del modelo de crecimiento económico.
Durante la década de los noventa y la siguiente, la publicitada presencia del edificio inteligente se hizo fuerte en el cono de alta renta. Su estilizada figura se recortó en varias Avenidas E-O, del otro lado del San Cristóbal y, en mucha menor medida, sobre la lonja norte del triángulo decimonónico. Sin embargo, de todos los núcleos acreditables, el más conocido agrupamiento de corporativos ocurrió en el barrio El Golf.
Epicentro espacial de la concentración empresarial bajo postdictadura, El Golf se densificó con cargo a una intensa verticalización. Departamentos, primero, y oficinas, después, se desplegaron a horcajadas del emprendimiento privado. Mientras la arquitectura pública se convertía en una reserva de calidad (solo para la Avenida Matucana, cabe reconocer la Biblioteca de Santiago, Matucana 100 y el Museo de la Memoria), El Golf sufrió una implosión que flirteó con la descualificación. Con menos urbanismo del necesario, El Golf experimentó una inédita hiperverticalización, en especial en su privatizado costado ribereño. Como era presumible esperar, Sanhattan pareció una voz cada más auténtica.
Pero mientras los anuncios, siempre bombásticos, dibujaban torres superiores a los 200 metros, la vigencia del edificio inteligente fue substituida por la del proyecto eco-sustentable. Otro concepto, otra forma, otra realidad, más acorde con la crisis en ciernes, se instaló de la mano de un intento, al menos aparente, por controlar el gasto.
Costanera Center, interpretada con arreglo a la matriz antes descrita, resulta más previsible que sorprendente. Sin lugar a dudas, el problema no es que el cruce entre economía y arquitectura sea determinístico. Al contrario, notables intervenciones pueblan muchas ciudades del planeta con formas verticalizadas y mezcla de usos. Pero para que la virtud formal derrame sus atributos por el espacio se necesitan mínimos necesarios. Costanera Center, con su propensión maximalista, aplastó muchos de ellos.