[Ilustración: Fabián Todorovic ]
[Por Alejandra Rasse]
La participación ciudadana se ha vuelto, hoy en día, parte obligada del discurso respecto a la toma de decisiones. Tomar decisiones desde lo público, sin participación ciudadana, parece actualmente impensable, y cada vez que se anuncia un nuevo programa o intervención, se hace referencia a que ésta se realizará de forma participativa e inclusiva.
La fuerza que ha tomado la noción de participación ciudadana nos remite casi de inmediato a la importancia de tomar en cuenta el bien común al momento de pensar la ciudad: poner en primer plano lo que es bueno para la ciudad en general, independiente de los intereses particulares o las circunstancias del momento. Hoy es extendida la idea de que la ciudad no puede ser pensada desde arriba, por unos pocos, o peor aún, que quienes diseñan los espacios no estén conectados con los intereses e ideas de los que los habitan en la práctica.
Sin embargo, la ampliación del uso discursivo de la noción de participación ciudadana también ha llevado a una instrumentalización de la misma. Hablar de participación ya no es necesariamente hablar de bien común. Por una parte, desde lo público muchas veces se entiende la participación simplemente como una forma de legitimar la toma de decisiones y así evitar conflictos posteriores. Esto lleva al sinsentido de someter decisiones que incluyen elementos de definición de zonas de riesgo y amenazas naturales al resultado de procesos de participación ciudadana (como la reciente consulta ciudadana en Peñalolén, que dentro del paquete sometido a consulta incluía aspectos de definición de áreas de riesgo). Así como las decisiones no son 100% justificables en base a lo técnico, tampoco es posible justificar totalmente una decisión en la opinión ciudadana, en especial, cuando ésta se expresa simplemente como un voto, y no como fruto del debate y trabajo conjunto en comités, mesas de trabajo multiactorales, u otros espacios deliberativos.
En esta misma línea, también es posible apreciar cómo algunos instrumentos de participación alcanzan mayor popularidad y son utilizados sin considerar si son efectivamente la mejor forma de poner en común los intereses de los involucrados. Ejemplo de ello es el plebiscito, instrumento en que una materia se decide por mayoría simple entre escasas posibilidades predeterminadas y que se ha popularizado como LA herramienta de participación ciudadana. Adicionalmente, a través de este instrumento muchas veces se fuerza a la ciudadanía a inclinarse por un conjunto de medidas que se presenta como un todo, en lugar de poder pronunciarse por aspectos más específicos de las propuestas, y hacer modificaciones. Pero olvidamos que existen alternativas de participación más dialogantes, en las que se abre espacio al desarrollo de propuestas desde la ciudadanía, se trabaja por co-construir una visión común sobre un tema, se puede negociar diferencias y en torno a ello tomar decisiones. La metodología de Charrette puede entenderse como un ejemplo de esto último.
Por otra parte, participar muchas veces aparece como poco atractivo para la ciudadanía: si no me afecta directamente, no es mi problema participar. Trabajar por el bien común, cuando éste no se asocia directa y claramente al bien individual, parece no tener mucho sentido. Esto último se vio especialmente reflejado en el escaso público que pasó por las oficinas de los PRES (Plan de Reconstrucción Estratégico Sustentable), especialmente diseñadas para acoger todo tipo de participación ciudadana vinculada a la reconstrucción de las ciudades post terremoto 2010. La participación por el bien común es vista por la ciudadanía como algo optativo, no como un deber, mientras reclamar por el bien individual aparece claramente como un derecho.
Este retraimiento ciudadano respecto de las decisiones por el bien común ocurre en paralelo al surgimiento de numerosas organizaciones ciudadanas en defensa de algunos barrios y sectores de la ciudad específicos. Muchas de ellas surgidas como reacción de los vecinos frente a intervenciones que cambiaban la forma de habitar de su propio barrio, con el tiempo se han ido extendiendo y formando redes de organizaciones ciudadanas en temas de ciudad que se apoyan y colaboran técnicamente entre sí, buscando desarrollar una visión ciudadana sobre la ciudad y las intervenciones urbanas. Si bien estas organizaciones hacen un enorme aporte a la discusión sobre el futuro de los barrios y de la ciudad en general, no debe perderse de vista que los ciudadanos que éstas organizan y representan son sustancialmente menos que los ciudadanos que optan por no tomar parte de la discusión y que pueden o no compartir la agenda e intereses de las organizaciones ciudadanas. Es la opinión de todos la que construye el bien común, no sólo la de los empoderados, ni tampoco la de los mismos de siempre.
Esto también llama la atención sobre los convocados a participar, a tomar una decisión sobre las intervenciones que se realizarán en un territorio. Si bien en principio es evidente que quienes habitan el lugar deben hacerse parte del proceso, también es importante asegurar que se vele por los intereses de los potenciales habitantes del barrio y los ciudadanos en general. Dejar de lado este punto puede llevar a la creación de normas o intervenciones exclusionarias, que impidan la llegada de otros grupos sociales con el mismo derecho a habitar la ciudad y disfrutar de los bienes urbanos. La idea de incluir participación ciudadana en el desarrollo urbano es abrir espacios de inclusión, no la creación de barreras de exclusión.
En este sentido, la oposición entre los poderes públicos y las organizaciones ciudadanas, con las instancias (o falta de instancias) de participación como un escenario de disputa, sólo esconde la pobreza del debate respecto al futuro de nuestras ciudades y la forma en que se quiere construir la ciudad. No se trata ni de abrir un espacio para la legitimación de las decisiones ni de proponer una agenda única de discusión, por más interesante que ésta sea. Sólo al incorporar la diversidad de miradas sobre cada tema, incluyendo a los que se quedan en casa, a los propietarios, no propietarios, inmobiliarios (sí, inmobiliarios), vecinos nuevos, vecinos antiguos y potenciales vecinos futuros, usos deseados e indeseados, es que se podrá siquiera comenzar a hablar sobre bien común.
Si esto suena complejo en el papel, lo es aún más en la práctica. Pero no debemos desanimarnos. Hay un importante número de proyectos que han logrado incluir la participación desde una perspectiva inclusiva y de construcción colectiva del bien común, como son los proyectos Paris Rive Gauche, Coin Street (Londres), o el Metrocable de Medellín, y experiencias nacionales como la de Ribera Norte en Concepción, el nudo vial Estoril, el diseño participativo para la recuperación de los humedales como parques urbanos en Valdivia, o las cartografías participativas que se han estado realizando en Maipú, entre otros. Muchos de estos proyectos no estuvieron exentos de problemas, conflictos e incluso errores en el proceso. Un caso claro es el de Paris Rive Gauche, en que ante el surgimiento de conflicto las autoridades del proyecto reconocen su error en no incluir instancias de participación ciudadana, y generan un nuevo plan, que incorpora la perspectiva de la sociedad civil y los privados; ocurre lo mismo en el caso del nudo vial Estoril, en donde es el propio conflicto el que lleva a ampliar las instancias de participación, y a generar un diseño consensuado de la intervención. En este sentido, si bien la participación, como cualquier proceso de comunicación y negociación entre personas, toma su tiempo y conlleva tensiones y conflictos, es la única vía para llegar a decisiones más informadas, legítimas y validadas.