[por: Marcelo Mardones, Simón Castillo, Waldo Vila]
La evolución del transporte público en Santiago, desde la instauración del servicio de tranvías a sangre en 1857, estuvo marcada por problemáticas asociadas al crecimiento demográfico y la expansión urbana. El paso hacia una ciudad de pretensiones modernas, trajo consigo intervenciones públicas ligadas a un nuevo rol del Estado; sin embargo, estas transformaciones mostraron límites en cuanto a aspectos como la cobertura y calidad del servicio, los que marcaron una continuidad de las experiencias urbanas asociadas al transporte público.
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Con una población urbana en continuo crecimiento, hacia la década de 1930 la actividad estaba en el debate de una agenda urbana estratégica y al mismo tiempo conflictiva. La incorporación a la actividad de pequeños empresarios, dueños de vehículos improvisados con carrocerías de madera montadas sobre chasis de camiones y automóviles, representó tanto una competencia para las empresas de tranvías como también una mayor congestión vial, característica de una nueva vida urbana. La pugna por pasajeros entre servicios contribuyó a una tensión que se acrecentaría tras la Gran Depresión; las dificultades del periodo llevaron a una serie de roces entre los capitales externos dueños del negocio y las autoridades de la época, las que se mostraron incapaces de dar respuesta eficaz al choque de intereses públicos y privados, especialmente en aspectos como las tarifas y la calidad del servicio.
Estos problemas se vieron además acentuados por la inmigración que llevó a Santiago a superar el umbral de los 700 mil habitantes en 1930, lo que presionó la necesidad de servicios básicos. Las imágenes urbanas reflejaban un paisaje saturado de vehículos en sectores de mayor tránsito de personas como la Estación Mapocho y Alameda, lugares donde las líneas de tranvías y góndolas se prolongaban hacia la periferia, receptora de las nuevas masas migratorias y por tanto con mayor demanda de servicios de movilidad pública.
Bajo este contexto de alta demanda, las fotografías de pasajeros intentando abordar góndolas y tranvías tanto en pisaderas como ventanas, capós, tapabarros y parachoques de las máquinas se convirtieron en algo común; a inicios de la década de 1940, la prensa local reproducía masivamente estas imágenes. Éstas mostraban una ciudad donde la presencia de nuevos vehículos, edificios, publicidad y vestuario no lograba consolidar una real modernización, lo que daba una idea de progreso truncado. Refiriéndose a la actividad, el escritor Manuel Rojas acusaba la deshumanización que campeaba en los vehículos de la locomoción colectiva y que suponía una crítica percepción del ritmo de vida moderno: “la movilización mecánica ha creado en la gente que usa de ella una especie de histerismo, de irritabilidad casi canina. Este histerismo y esta irritabilidad son, pues, un fruto del progreso. ¡Cuánto hemos progresado!, dice la gente. Sí, hemos progresado mucho, pero sólo en el sentido mecánico. En otros sentidos hemos retrogradado.”
El agravamiento de las malas condiciones del servicio se agudizó tras el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Con el ingreso de Estados Unidos al conflicto en 1941 , Chile vio limitada sus importaciones de combustibles e insumos básicos para la mantención de los servicios de tranvías y autobuses. Los efectos sobre las compañías de transporte público, sumados a conflicto con sus trabajadores, terminaron por empujar la crisis de la movilización colectiva hacia un punto sin retorno, lo que obligó a las autoridades de Gobierno a asumir el control de la filial tranviaria de la Compañía Chilena de Electricidad.
En mayo de 1941, una huelga general de trabajadores del transporte público paralizó prácticamente a la ciudad de Santiago. Aunque las demandas de conductores, mecánicos y cobradores se originaron en reivindicaciones laborales, el Gobierno central vio en esto una excusa para intervenir en forma directa sobre el problema, alegando que los hechos se constituían como problema público. Para hacerse cargo de esta situación, el Estado optó por intervenir en forma directa sobre la empresa tranviaria, que continuaba siendo la empresa que transportaba el mayor número de pasajeros por la ciudad.
El rol asumido por el Estado abrió un nuevo debate sobre quien debía ser el encargado de un servicio vital para el funcionamiento de la ciudad. Si la locomoción colectiva era una cuestión pública, aunque administrada por privados desde mediados del siglo XIX, era deber del Estado intervenir en la actividad. Este discurso se correspondía con el plan económico de los gobiernos del Frente Popular, que desde su llegada al poder en 1938 habían promovido una mayor presencia estatal en las áreas consideradas estratégicas para el desarrollo.
Hasta mediados de la década de 1940 se puede observar una serie de discusiones por parte de las autoridades para mejorar el transporte público en Santiago: desde la creación de una corporación de locomoción colectiva controlada absolutamente por el Estado hasta la creación de un tren subterráneo; todas propuestas que obedecen a una nueva lógica de intervención urbana. Cuando en julio de 1945 la ley 8132 decretó el nacimiento de la Empresa Nacional de Transportes (ENT), surgida de la nacionalización de la compañía de tranvías, se vino a consolidar esta nueva propuesta. La ENT nació como una empresa de carácter mixto, donde el Estado compartía la propiedad con la Compañía Chilena de Electricidad, controlada por capitales norteamericanos desde 1929. Aunque el proyecto original buscaba poner bajo control estatal tanto la generación de energía como los medios de transporte público ligadas a esta -los tranvías-, sólo se llegó a un acuerdo sobre los últimos.
La empresa llevó a cabo un plan de mejoras en el transporte público de Santiago mediante la adquisición de nuevos vehículos para el servicio. En 1946 se encargaron desde Estados Unidos nuevos autobuses de mayor capacidad que las góndolas particulares, como los modelos REO y Twin Coach que entraron en servicio en 1947. Pero la gran innovación de la ENT fue incorporar los trolebuses Pullman de origen norteamericano y los Vetra franceses, los que comenzaron a substituir los tranvías heredados por la empresa. En 1947 se inauguró la primera línea de trolebuses, que iba entre calle Mac Iver y El Golf; este hecho daba cuenta como áreas de mayor plusvalía eran privilegiadas con las mejoras tecnológicas en transporte público, lo que también resaltaba la creciente segregación de la capital.
Pero los esfuerzos por mejorar la movilización colectiva mediante la intervención del Estado a través de la ENT implicaron que los costos operativos de la empresa se transformaran en una pesada carga para el fisco. A comienzos de la década de 1950, su situación financiera era tan compleja que muchos apostaban por su quiebra, cuestión ampliamente difundida por los empresarios particulares del transporte, que veían en ella una competencia desleal. Sin embargo, la discusión sobre el rol estatal en el transporte público era tan relevante para una metrópolis como Santiago que al asumir la presidencia en 1952, Carlos Ibáñez del Campo se comprometió a estatizar en forma completa la ENT, adquiriendo las acciones que aún estaban en poder de la Compañía Chilena de Electricidad. Así, en mayo de 1953, el DFL 54 proclamó la creación de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado (ETCE).
La ETCE buscó acelerar las transformaciones en materia de locomoción colectiva iniciadas por la ENT, por lo cual decretó el cierre del servicio de tranvías en la capital. Los tranvías operados por el Estado circularon por última vez en 1959. El fin de los tranvías santiaguinos trajo consigo el predominio de los autobuses, que superaban ampliamente el número de trolebuses en servicio por parte de la ETCE. Los vehículos utilizados por la empresa estatal -que había seguido adquiriendo nuevos modelos como los Mitsubishi Fuso-, si bien tenían mayores capacidades que los autobuses particulares, no lograban satisfacer las necesidades de una población que se acrecentaba en sus periferias. Frente a esto, los microbuses utilizados por los empresarios privados –que continuaban siendo mayoritariamente vehículos adaptados sobre motores de camión con la potencia suficiente para transportar al mayor número de pasajeros posibles-, tenían menos costos operativos debido a la menor infraestructura de servicios asociados en relación a sus contrapartes fiscales y podían extenderse hacia aquellas áreas donde la demanda así lo requería.
Pero más allá de las transformaciones experimentadas por el transporte público, los problemas arrastrados desde las décadas anteriores continuaron siendo parte del cotidiano de los santiaguinos. Las fricciones por los precios, la calidad de los vehículos, la frecuencia de los servicios y otros similares se repetían de manera frecuente, lo que generó explosiones sociales periódicas: por ejemplo, las jornadas de la huelga de la chaucha en agosto de 1949 o los sucesos del 2 y 3 de abril de 1957, cuando aumentos de tarifas impulsadas por empresarios particulares y validadas por las autoridades culminaron en violentas manifestaciones por parte de los santiaguinos, que terminaron con fallecidos, daños materiales y ataques hacia los vehículos de la locomoción colectiva, símbolos de los reclamos.
Estos problemas se acentuaron con el crecimiento demográfico de Santiago: el cerca de un millón de personas que habitaba la ciudad en 1940 aumentó al doble hacia 1960. Esta explosión demográfica resaltó más aún los procesos aledaños como la expansión urbana, obligando con ello a una continua demanda de nuevas líneas y vehículos para el servicio de transporte público. Junto a ello, problemas como la congestión se tornaron cada vez más críticos, mientras otros anteriormente no percibidos como la contaminación ambiental –smog y ruido- provocada por el aumento del parque vehicular se tornaron dificultades cotidianas.
Los cambios políticos acentuados desde la década de 1960, caracterizados por las nuevas expectativas sobre proyectos como los postulados por los gobiernos de Eduardo Frei y Salvador Allende, representaron el último aliento estatal para enfrentar las problemáticas nacionales, resaltando entre ellas las cada vez más acuciantes cuestiones urbanas. Las iniciativas generadas en este ámbito buscaban mejorar la calidad de vida de los santiaguinos: grandes proyectos de vivienda social como la Unidad Vecinal Portales o la Remodelación San Borja o los inicios de la construcción del Metro fueron hitos de una transformación del paisaje urbano capitalino consonante con los cambios de los discursos políticos.
Sin embargo, esta dinámica de innovaciones no contempló cambios profundos al transporte público de superficie. La ETCE, reestructurada administrativamente en 1960 para hacerla más eficiente y aligerar las arcas fiscales, continuó con la política de competencia frente la movilización colectiva particular, lo cual redundó en su déficit económico estructural. Por otra parte, su carácter de empresa pública la condujo a seguir las directrices ideológicas del gobierno de turno: por ejemplo, durante la Unidad Popular (1970-73), se instauraron buses de la ETCE para el transporte gratuito de los escolares, decisión de evidentes repercusiones políticas considerando los conflictos producidos anteriormente a causa de la tarifa escolar.
La tensión política que acompañó a la UP reflejó activamente en las calles de Santiago, por lo cual vehículos rayados con consignas o la obstaculización de los servicios se hicieron imágenes habituales para la época. Además, algunas protestas contra el Gobierno, como la gran paralización de octubre de 1972, fueron apoyadas por sectores de los empresarios privados de la movilización colectiva contrarios a las políticas estatales. Aunque el accionar de estos grupos no fue determinante para la caída del Gobierno con el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973, el fin del sistema democrático sí trajo consecuencias para los actores involucrados en el transporte público capitalino. El giro económico implementado por la Dictadura llevó a que en 1981 se decretara el fin de la ETCE y la liberalización absoluta del transporte público. Esto generó una creciente competencia entre los empresarios privados -muchos de ellos dueños sólo de una o dos máquinas- por ocupar las principales calles, lo que evidentemente agudizó los problemas de congestión, tarifas, alto consumo de combustible y polución. La competencia por pasajeros, que generaba disputas entre vehículos debido a una política salarial para los conductores basada en un porcentaje de los ingresos diarios de cada máquina, aumentó la inseguridad vial. La liberalización tampoco reflejó una rebaja de las tarifas, puesto que el mayor número de microbuses mermó las ganancias de los empresarios, quienes traspasaron las pérdidas a los pasajeros mediante alzas de precios.
De esta forma damos cuenta sobre un periodo marcado por el surgimiento y la crisis de un proyecto de intervención estatal en el transporte público de superficie de Santiago. Si bien el empresariado privado siempre fue un actor relevante, durante los años referidos fue el Estado quien jugó el rol trascendental tanto en la implementación, modernización y desarme de este proyecto. Históricamente, este periodo destaca como el único donde el aparato público ha intervenido directamente sobre la movilización colectiva.
A diferencia de otras políticas de servicios urbanos elaboradas desde el Estado, el transporte público se vio obligado a competir por la entrega del servicio con los privados. Está política de convivencia, más que estimular racionalmente la actividad en el ámbito urbano, sólo significó cubrir las necesidades de movilidad de forma eficiente en contados sectores de la ciudad, donde la demanda aseguraba rentabilidad económica y no necesariamente rentabilidad social: sin duda, esto conllevó a problemas de congestión críticos en ciertas zonas y a la ausencia de servicios en otra. Vemos también en este proceso una de las razones del porque Santiago actualmente sea una ciudad altamente segregada, continuidad histórica que da cuenta de una crisis estructural en la oferta de movilidad entregada por el transporte colectivo, especialmente hacia las periferias urbanas. En este sentido, el actual modelo de transporte acusa la permanencia de aspectos como un actuar vacilante del Estado, incapaz de asumir responsabilidades públicas, entregando los problemas urbanos a las soluciones privadas, con el riesgo de que las lógicas economicistas se sobrepongan a las necesidades sociales. Las actuales fotografías sobre Transantiago nos enseñan que, a 70 años de las primeras políticas estatales relevantes sobre la actividad, parece no existir un cambio de rumbo más allá de las modernizaciones cosméticas.
IMAGENES: MICROPOLIS Historia Visual del Transporte Público de Superficie en Santiago, 1857-2007.
¿Cómo citar? Mardones, Castillo, Vila (2011) Micrópolis. Historia visual del transporte público de superficie en Santiago, 1857-2007. LOM, Santiago de Chile.