Revista PLANEO N°60 | Asentamientos multiamenazas Vol. 3: Erupciones volcánicas y habitabilidad | Septiembre 2024
[Por: José Miguel Fuentes Zuleta. Sociólogo, estudiante de Magíster en Asentamientos Humanos y Medio Ambiente, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago]
Imagen 1: Vista actual de Chaitén, con el nuevo curso del Río Blanco.
Fuente: La Tercera.
En mayo del año 2008, luego de casi 9.000 años de inactividad, el volcán Chaitén hizo erupción, arrojando cenizas, gases y flujos piroclásticos que cubrieron en su totalidad la comuna de Chaitén, arrasando completamente con la ciudad. A más de una década de este evento, el caso de Chaitén deja importantes observaciones y lecciones sobre la urbanización en zonas de riesgo.
Uno de los grandes dilemas que surgió tras la erupción fue si la ciudad debía ser reconstruida en su ubicación original o si los habitantes debían ser relocalizados en un sitio más seguro. Esta decisión no sólo era técnica, sino que profundamente política y social, ya que en dicha acción se tocaba directamente la relación entre la comunidad y su territorio.
Sólo un par de meses después de la catástrofe se planteó como solución la relocalización de los habitantes de Chaitén, sugiriendo la creación de una nueva ciudad que funcionaría como cabecera provincial, cuyo nombre sería Nueva Chaitén. La relocalización de la comunidad es una solución que, en el papel, parece lógica para mitigar y evitar los riesgos de futuras catástrofes. Sin embargo, como sucedió en Chaitén, no siempre es fácil de implementar, debido principalmente a dos factores que se detallan en las siguientes líneas.
Por un lado, existe una asincronía entre Estado, academia y comunidad. El plan de relocalización fue propuesto a través de un Plan Maestro cuya elaboración estuvo a cargo de la Pontificia Universidad Católica de Chile y de la Universidad Austral. Ambas universidades elaboraron una “Consultoría para el desarrollo de lineamientos estratégicos de reconstrucción/relocalización y plan maestro conceptual post-desastre Chaitén”, en la cual hicieron un plan para una ciudad más armónica, homogénea y sustentable. No obstante, las soluciones propuestas en este plan, como también las soluciones propuestas por el gobierno, se hicieron desde una visión top-down, sin consultar a los afectados, por lo que no se involucró a la comunidad en los procesos de decisión post-desastre. Entre el gobierno, la academia y la comunidad había temporalidades e intereses distintos. Mientras que los primeros querían construir una suerte de ciudad modelo, un lugar de entrada a la Patagonia chilena, los habitantes desplazados de Chaitén sólo querían un lugar donde volver a habitar.
Por otro lado, relacionado con lo anterior, hubo una resistencia de la comunidad a la relocalización, ya que el sentimiento de identidad con el territorio era muy fuerte, tanto cultural como económicamente, ya que las fuentes de trabajo y el estilo de vida que los habitantes tenían estaba en la ciudad de Chaitén. Entre los factores que explican esta resistencia se pueden mencionar principalmente los factores emocionales, culturales, económicos y sociales.
Lo anterior nos lleva a cuestionar cómo se debe gestionar la urbanización en zonas de riesgo. Si bien la relocalización, como se mencionó anteriormente, puede parecer una solución lógica –técnicamente hablando–, se deben considerar también las dinámicas sociales y culturales que atraviesan a la comunidad con su territorio, es decir, las relaciones de estas con su entorno.
La resistencia de la comunidad afectada a la relocalización no es algo inusual. En el caso de Chaitén, muchos habitantes tenían un apego emocional con su ciudad. En este sentido, para muchos habitantes, la ciudad no sólo era un espacio físico, sino también una parte integral de su identidad. Esta identidad está ligada a la memoria colectiva de sus habitantes producto de las relaciones y experiencias vividas a lo largo del tiempo, tanto individuales como colectivas.
Además de los factores identitarios-culturales, también jugó un rol fundamental el factor económico. Antes de la erupción, la economía de la ciudad estaba basada principalmente en la pesca, el turismo y la ganadería, actividades que estaban profundamente vinculadas con la ubicación geográfica de la ciudad y con la relación directa que tenía esta con su entorno natural.
En este sentido, Chaitén, aunque devastada por el desastre, seguía siendo, en el imaginario colectivo, el hogar de muchas familias. Producto de esto, varios de sus habitantes regresaron a sus tierras, asumiendo los riesgos potenciales de vivir en una zona de riesgo de erupción, evidenciando las tensiones entre la seguridad y el arraigo con el territorio.
Conclusiones
La resistencia a la relocalización en el caso de Chaitén refleja la complejidad de los procesos post-desastre, donde las decisiones que parecen racionales desde una perspectiva técnica pueden chocar con la identidad de las comunidades afectadas, tanto en un sentido socioeconómico-cultural como también emocional.
Siguiendo esta idea, el proceso de adaptación a un nuevo asentamiento puede ser difícil, ya que implica no sólo aprender a convivir con un nuevo entorno, sino también ajustarse culturalmente a este nuevo lugar. Muchas veces, el sitio propuesto para la relocalización no ofrece el mismo entorno cultural y social que la comunidad afectada tenía en su lugar de origen, lo que genera rechazo y resistencia a la idea del traslado.
Para que los procesos de relocalización sean exitosos, es fundamental que las autoridades comprendan y respeten estas dinámicas, involucrando a las comunidades en la toma de decisiones y ofreciendo soluciones que estén acordes a los intereses de esta. Las soluciones planteadas por las autoridades estuvieron enfocadas principalmente en la oferta de nuevas tierras o viviendas, pero sin entender las necesidades y preocupaciones de la comunidad.
En este sentido, la participación ciudadana en la planificación urbana es clave para generar confianza y asegurar que las soluciones adoptadas sean sostenibles a largo plazo. Sólo de esta manera es posible generar un cambio duradero y sostenible, donde las personas puedan sentirse seguras sin sacrificar su identidad y su modo de vida.