Revista Planeo Nº 44 Ciudades ante las enfermedades, Julio 2020
[Por: Denisse Larracilla; Editora Revista Planeo, estudiante del Magíster en Desarrollo Urbano en la Pontificia Universidad Católica de Chile]
Alejandra Vives Vergara es Médico por la Universidad de Chile, Especialista en Salud Pública por la Pontificia Universidad Católica de Chile, Master en Salud Pública y PhD por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, España. Actualmente se desempeña como profesora asociada del Departamento de Salud Pública UC, y como investigadora asociada del CEDEUS, de SALURBAL y del grupo GREDS-EMCONET en la Universitat Pompeu Fabra, en Barcelona. Investigadora en epidemiología social, sus líneas principales de investigación son la epidemiología del empleo, esto es, la relación entre las condiciones de empleo con la salud y las desigualdades sociales en salud; salud urbana, regeneración urbana, y las desigualdades territoriales en salud y sus determinantes.
Im 1. Alejandra Vives
- ¿Cómo siendo médico te surgió el interés por la salud pública y, sobre todo, su articulación con lo socio-territorial?
Al salir de la universidad trabajé como médico de la atención primaria, y al cabo de un tiempo de trabajar en ello me encontré con una doble frustración. Por un lado, una frustración intelectual y personal, pues me gusta más dedicarme a la investigación social que al ejercicio propio de la medicina, que es muy bonito y gratificante en algunos sentidos, pero era un área donde sentía que no me desarrollaba como esperaba. Pero más importante que eso, existía la frustración de ver que los problemas de salud que yo atendía eran más bien problemas sociales vinculados al entorno de los pacientes: en el trabajo, en la casa, en el barrio de las familias, que estaban relacionados a las distintas formas y manifestaciones de la pobreza urbana. Y, además, que los recursos de la práctica clínica no te permiten resolver esos problemas.
Por otro lado, el interés socio-territorial en la investigación surge al especializarme en salud pública. Surge al darme cuenta cómo muchas acciones de salud pública se apoyan en las familias, entregando recomendaciones sobre las conductas saludables que deben adoptar para alcanzar un buen estado de salud y evitar la enfermedad, por ejemplo. Como mujer, chilena y santiaguina, me era claro que asumir conductas saludables dependía fuertemente de las condiciones de vida y del entorno en que las personas viven. Criando a mi hija mayor, me resultó evidente que existía una gran diferencia en hacerlo con parques o plazas cercanos a la vivienda; con otros niños, madres y padres con quiénes acompañarse y de quiénes aprender; en una comuna segura donde los niños no tienen que estar encerrados para efectos de seguridad o donde la oferta alimentaria es saludable y variada. Esto se combina con el nivel socioeconómico familiar y los conocimientos que vienen con el acceso a la educación superior, que se distribuye tan desigualmente como lo anterior. Entonces entendí que la salud pública no iba a resolver los problemas de salud de la población, ni revertir las desigualdades en esta materia a través de un mensaje de conductas saludables o de la transferencia del cuidado a las mujeres sin un entorno que habilite esas prácticas. Se necesita una mirada más amplia y estructural sobre cómo hacemos sociedad, cómo hacemos ciudad, entregamos cuidados, organizamos el trabajo y la educación.
- Además de la salud pública sabemos también que tu área de investigación se ubica en el campo de la epidemiología social, ¿podrías explicarnos brevemente qué trata este concepto?
La epidemiología tiene muchas ramas, pero en general es la disciplina investigativa que aporta evidencia científica a la salud pública. La epidemiología investiga desde cuestiones moleculares hasta cuestiones sociales en niveles micro, meso y macro. La epidemiología social justamente trata de entender la distribución de la salud y la enfermedad en la población, en función de condiciones que se construyen socialmente. Miramos desde los modelos de estado de bienestar hasta la forma en que se hace ciudad, el trabajo o cómo se organiza el cuidado. Entiende, además, que hay ejes de desigualdad en la población y posiciones en la estructura social que te ponen en desventaja en diversos contextos y que están relacionadas con el género, la clase social, la condición migratoria o el territorio. Es decir, pueden ser ejes que inciden en la distribución de la adversidad o el privilegio y, por lo tanto, en condiciones de riesgo para la salud o situaciones que la promueven. La epidemiología social mira lejos. Por ejemplo, su foco no es primariamente si las personas fuman o no fuman, sino que trata de entender cuáles son los contextos que promueven que las personas dejen de fumar o cuáles son los contextos en los que las personas lo hacen con más frecuencia. En Chile eso es paradojal, si bien todavía fuman más personas de niveles educacionales altos -que se relaciona con niveles socioeconómicos altos- la adicción tabáquica se presenta más en niveles educacionales bajos. El consumo de alcohol, la conducta sedentaria y la alimentación de menor calidad también tienen un patrón socioeconómico. La salud general, la carga de enfermedades crónicas, el riesgo de morir por enfermedad, tienen un patrón social y socioeconómico. Entender cómo se producen esos patrones y qué factores de la estructura social y vida cotidiana de las personas los promueven, es parte de la tarea de la epidemiología social. Alejarse de la mirada individual de las conductas y acercarse más a cómo construimos sociedad.
- En tu investigación abordas las relaciones que existen entre las condiciones laborales y la salud de las personas con énfasis en el trabajo informal, el cual tiene una significativa representación en las ciudades latinoamericanas. ¿Podrías platicarnos de qué manera las diversas condiciones de empleo inciden en la calidad de la salud?
Claro, llevo muchos años investigando cómo el empleo es un determinante social de la salud. Por un lado, he estudiado mucho el empleo precario, el trabajo formal asalariado y precarizado, dentro de un marco regulatorio que varía en cada país. Estos marcos regulatorios están empujados hoy día por procesos globalizadores y de flexibilidad laboral en sus distintas expresiones, como una fuerza de precarización del empleo formal en todas partes. Por otro lado, he investigado al empleo informal, el cual ocurre fuera del marco regulatorio, es decir, donde no existe una regulación que lo precarice o no. En Latinoamérica lo que existe es mucho trabajo informal, incluso diría que en algunos países es más prevalente que el empleo formal.
¿Y cómo afecta esto a la salud de las personas y las familias? Yo diría que de múltiples maneras. La más directa es a través de los ingresos, es decir, de la cuantía y estabilidad de ingresos que el empleo genera. Si los ingresos son insuficientes, los patrones de consumo probablemente no contribuirán tanto a la construcción de salud y expondrán a las personas a más riesgos. Esto va a definir cuestiones como la calidad de la vivienda, ropa, alimentación, así como la seguridad o inseguridad del entorno, la presencia de áreas verdes o la calidad de la escuela. Existe una gran cantidad de determinantes de la salud que está muy definidas por los ingresos, sobre todo en países como el nuestro, donde se compra casi todo y se paga por la calidad en muchas de las cosas.
Luego, tenemos el empleo mismo en tanto trabajo precario, inseguro o desprotegido, con implicancias importantes para el bienestar psicológico, la salud mental y la salud física, como la cardiovascular o la músculo-esquelética. Esto tiene que ver con distintos tipos de seguridad: por un lado, contar con un empleo estable con cierta tranquilidad hacia el futuro, es muy distinto que tener empleos de corta duración que están siempre en riesgo de acabarse. Esto último instala una condición de incertidumbre persistente que produce un estrés crónico y que tiene un efecto de desgaste psicológico y en el cuerpo y consecuencias en la salud de las personas. En países más ricos y desarrollados, existen mecanismos de protección y seguridad social que son clave para asegurar la estabilidad de los ingresos en periodos no laborales. Estos permiten, por ejemplo, tomar reposo durante una enfermedad, para recuperar adecuadamente la salud, y mantener los ingresos a través de licencias médicas. O el poder tener ingresos durante el embarazo y el postparto, en la vejez, en la presencia de enfermedades limitantes que no permitan a las personas continuar trabajando o en periodos de desempleo, y que ello no signifique que la familia quede carente de ingresos. Toda esa red de protección aporta certezas, de manera que, por ejemplo, no es lo mismo un trabajo con seguro de desempleo, que un trabajo inseguro sin esta protección. En este sentido, el empleo precario, y sobre todo el informal, no otorgan seguridad.
Hay un siguiente nivel, que puede estar presente en todas las relaciones salariales precarizadas, ya sean formales o informales, en el que los trabajadores no tienen la capacidad de exigir condiciones de trabajo seguro. En estos casos es muy probable que se les otorgue menos capacitación o equipos de protección personal, frecuentemente en trabajos más penosos, duros y riesgosos con posibles daños a la salud. A esto se suma una limitada capacidad de negociación, ya que suelen no estar organizados colectivamente, ni tener capacidad de negociar individualmente; por lo que son más susceptibles de formas de trato inadecuado, de que se les exija más allá de lo pactado en su contrato o acuerdo verbal, o que sean sujetos de discriminación o acoso sexual en el trabajo. Esto es más frecuente en trabajadores precarios, en gran medida porque no cuentan con las protecciones debidas del empleo y son susceptibles de amenazas frente al despido, lo que debilita su posición frente al empleador. En este sentido, las leyes y las regulaciones del trabajo están puestas justamente para equilibrar esa desigualdad de poder que existe entre las partes y que se acentúa en la precariedad del empleo.
Por otro lado, como habíamos comentado, contar con empleo tiene un beneficio evidente que es tener un ingreso, pero también hay otros beneficios menos evidentes. Estos tienen que ver con tener una rutina que organiza el día, con desarrollar una actividad que puede ser satisfactoria, con el estatus, la identidad y las relaciones sociales estables y solidarias con los compañeros del trabajo. Todas estas cuestiones se van rompiendo cuando se precariza el empleo, cuando hay desempleo o cuando se tienen empleos temporales que no permiten establecer estos vínculos estables, significativos y solidarios con otros.
- En el mismo sentido, ¿cómo se da la relación salud-trabajo en la esfera de labores no remuneradas y que son cargadas en gran medida hacia las mujeres, como es el cuidado de otras personas y de mantenimiento del hogar?
En el trabajo de la esfera no remunerada -que incluye al trabajo de cuidados y el trabajo doméstico- representa aquella porción de trabajo total que se ha dejado históricamente en manos de las mujeres, a través de lo que antes se llamaba división sexual del trabajo, hoy división de género del trabajo. La esfera no remunerada de las labores domésticas y de cuidado es indivisible del trabajo remunerado o de la esfera llamada productiva, por contraposición a la llamada esfera reproductiva. Porque desde la perspectiva del trabajo, es la que garantiza la reproducción de una fuerza de trabajo saludable, sin la cual la esfera productiva no podría funcionar. A la vez, es un importante consumidor de los productos generados por el trabajo productivo.
En este sentido, la esfera doméstica y de cuidados es un trabajo sin remuneración, de forma que las mujeres que se dedican a ello no cuentan con autonomía económica, y esto tiene implicancias para su bienestar. Es un trabajo sin protección social, es decir, sin un ingreso garantizado en la vejez, que no permite, por ejemplo, contratar una ayuda en caso de que no se pueda seguir trabajando, y que no cuenta con los beneficios sociales que el empleo otorga. Es una labor que suele implicar jornadas muy largas, relacionadas generalmente con la cantidad de miembros del hogar a quienes se cuida, así como su edad y situación de salud. Además, en este tipo de trabajo, generalmente se realizan actividades muy repetitivas y en contacto con sustancias tóxicas, por lo que se producen problemas músculo-esqueléticos o en la piel. Finalmente, se realiza -y considero que cada vez más- en condiciones de aislamiento social, lo que limita las oportunidades que tiene el trabajo remunerado de establecer vínculos sociales, afectivos, significativos y solidarios. En resumen -y más allá de las satisfacciones propias que da el cuidar de la familia- no otorga a las mujeres autonomía económica, oportunidades de desarrollo laboral, posibilidad de establecer relaciones sociales estables. Y en este sentido, la investigación muestra que a pesar de la doble jornada que desarrollan las mujeres que trabajan, el contar con una actividad remunerada es mejor que no hacerlo en términos de salud, puesto que otorga otros beneficios que el trabajo doméstico contemporáneo en hogares unifamiliares no ofrece.
- Hace unos meses desarrollaste, en conjunto con otros investigadores, un estudio en el que se buscó conocer de qué manera algunos factores sociales y urbanos podrían tener incidencia en las desigualdades de salud en Santiago, sobre todo para las mujeres. ¿Cuáles han sido los principales hallazgos de esta investigación?
Este fue un estudio que condujo Usama Bilal, un investigador de la Universidad de Drexel, en Filadelfia, y que forma parte de un proyecto de investigación que se llama Salud urbana en América Latina (SALURBAL)1. El proyecto busca, entre otras cosas, hacer análisis comparados entre países en temas de salud, vinculados con lo urbano. Lo que se hizo en este caso fue un estudio de la esperanza de vida, como un indicador sintético de calidad de vida desde la infancia hasta la vida adulta. En el caso de Chile, el análisis territorial fue a través de sus comunas, pues representan las unidades administrativas para las cuales existen datos de mortalidad y natalidad, entre otros. Lo que se hizo, fue realizar una comparación entre las comunas que tenían la esperanza de vida más corta y larga en cada ciudad para ver cuál era la brecha. Y resultó ser que, de las seis ciudades en estudio, Santiago de Chile era la que presentaba la mayor brecha para las mujeres. El nivel socioeconómico de los habitantes de las comunas -que se midió a través del nivel educacional con los datos censales- explicaría parte de este resultado. Este hallazgo yo lo leo en distintos niveles:
Primero, tiene que ver con que las personas de niveles socioeconómicos más bajos tienen peores condiciones de salud, dado que su vida acumula mayor adversidad. Esto se expresa, entre otras cosas, en una mortalidad prematura y, por tanto, una esperanza de vida más corta. Como existe una segregación socio-territorial tan marcada en Santiago, las personas de nivel socioeconómico bajo se concentran de manera importante en algunas comunas y, más aún, las de nivel socioeconómico alto se concentran en unas pocas. Entonces, lo que esos resultados ponen de manifiesto, en primera instancia, es una esperanza de vida diferente entre distintos niveles socioeconómicos y que puede apreciarse muy bien dada la segregación del territorio.
Lo segundo, es cuando existen territorios muy homogéneos en donde solo viven personas de niveles socioeconómicos bajos, las oportunidades económicas y laborales son mucho más limitadas. Por tanto, existen muy pocas oportunidades de mejora en la situación socioeconómica, con todas las implicancias que esto tiene para la salud, desde la perspectiva de los patrones de consumo familiar. Y esto tiende a reproducir la pobreza inicial, sobre todo en los territorios donde se ha distribuido la vivienda social, en el caso de Santiago.
Y el tercer elemento, es que estos territorios -a cargo de los gobiernos locales o municipios- dependen de la recaudación de impuestos para suplir las necesidades que la población no puede cubrir. Sin embargo, el modelo de recaudación y distribución de recursos en Chile, y sobre todo en Santiago, hace que los municipios que atienden a la población de más bajos recursos sean a su vez los municipios más pobres, los que no tienen capacidad de gasto para mejorar las condiciones de vida de las personas que ahí viven. Así, se combinan la pobreza familiar, la del colectivo y la del municipio, con los impactos en la salud que observamos.
En el caso de la inequidad territorial en la esperanza de vida de las mujeres -que fue el resultado más llamativo en Santiago- no se conocen con exactitud las causas, pero se puede pensar que son las más afectadas al vivir lejos de las oportunidades de empleo. Al tener que combinar el trabajo remunerado y el no remunerado de cuidados son quienes tienen más dificultades para acceder a buenos empleos y obtener ingresos. Asimismo, la carga de cuidados puede ser muy alta y difícil, y mucho mayor en territorios adversos o inseguros. Además, las mujeres suelen tener empleos más precarios que los hombres, aún si pertenecen al mismo nivel socioeconómico. Por otra parte, las mujeres suelen pasar más tiempo en los territorios en los que viven, en sus viviendas, por lo que si estos ofrecen condiciones adversas para la salud, supondrán una mayor acumulación de dichos daños.
- Entrando en materia de la contingencia actual, ¿qué implicaciones a la salud consideras que puedan surgir con la transformación de las dinámicas de trabajo -productivo y de cuidados- detonada por la Covid-19?
El confinamiento tiene efectos negativos sobre la salud mental de las personas y también altera el comportamiento de los niños. Los niños de aquellos hogares con mayor dificultad para enfrentar el confinamiento, que tienen recursos menores educativos en el hogar, son quiénes van a sufrir mayores retrasos en su formación, y esto tendrá ciertas consecuencias en la salud en el futuro. También el sedentarismo y el aislamiento social pueden tener consecuencias presentes y futuras en su bienestar.
En el caso de los adultos, hay que considerar aquellos casos en los que no se puede teletrabajar, y en los cuales las personas siguen saliendo a laborar con el riesgo de enfermar y llevar la enfermedad a su familia, lo cual es un estresor adicional permanente. Asimismo, está el caso de las personas que se encuentran desempleadas, lo que tiene consecuencias económicas para la familia e implicancias para el bienestar, la tranquilidad, la salud física y mental.
Por otro lado, está el teletrabajo. Las personas que deben quedarse en casa pierden algunos beneficios importantes que el trabajo otorga en condiciones normales: la rutina, el levantarse obligadamente a salir, el que la jornada empiece y termine en un horario, la separación entre casa y trabajo, el encuentro con los otros, el estar en movimiento. El teletrabajo además se está dando en un contexto en que toda la familia está en casa, lo que significa una doble jornada simultánea para las mujeres, principalmente. La preparación de alimentos, la limpieza y el trabajo doméstico, en general, se vuelven mucho más intensos que en otras circunstancias. A esto se suma el que los niños requieren apoyo para realizar sus estudios en casa, sobre todo en el caso de familias con niños pequeños. Es decir, tener que acompañarlos en la realización de las tareas, en algunos casos compartir el computador para que puedan acceder a sus clases, así como supervisar la rutina y la realización de los trabajos escolares. Entonces, el estar todos confinados en casa, con los cambios laborales -en sus distintas variantes- tiene o puede tener implicancias para la salud física y el bienestar psicológico de las personas.
- Finalmente, ¿cuál crees que podría ser el impacto principal de la Covid-19 en las ciudades y qué orientaciones deberían considerarse en las políticas públicas?
Por un lado, pensando en la situación post Covid-19, imagino una ciudad arrasada por una crisis económica muy ostensible. Una ciudad que probablemente estará limitada de manera importante en todo lo que se refiere actividades de reunión social: comercios, restaurantes y otros lugares de encuentro. Ya que es probable que sigamos requiriendo del distanciamiento físico por bastante tiempo.
Lo segundo, es que el riesgo de contagio en el transporte público se ha convertido en un promotor del uso de automóvil entre quiénes pueden usarlo. Esto sería un retroceso lamentable, puesto que llevamos mucho tiempo tratando de que quienes usan el auto se cambien al transporte público, dado sus efectos en el cambio climático, consumo de petróleo, uso del espacio en la ciudad, tiempo sedentario y riesgo de accidentes, entre otros. Al respecto, es preciso mencionar que una de las causas de muerte que ha disminuido en los distintos países durante este periodo de confinamiento es la de lesiones externas por accidentes de tránsito. La promoción del transporte activo es una cuestión clave, que hoy se vuelve aún más urgente.
Otra manera de mirar el impacto sería plantearse qué cosas no pueden seguir igual. Creo que en Chile, y en particular en Santiago, se visibilizó con mucha fuerza la segregación socio-territorial. Producto de una política vinculada al precio del suelo y de una política de vivienda social que lamentablemente expulsa de manera sistemática a las personas de menores recursos a la periferia. Así como en viviendas pequeñas, frías y húmedas en invierno, donde frecuentemente habitan muchas personas. Esto facilita el riesgo de infección, lo que se suma a las dificultades para realizar una adecuada cuarentena. Esta situación hace recordar lo ocurrido en epidemias a lo largo de la historia, lo que es muy triste, y que tiene que ver con el modelo de ciudad que tenemos y cuya fragilidad ha quedado en evidencia.
Igualmente, es esperable que se transformen las condiciones vinculadas con el transporte, las oportunidades de empleo y la provisión de servicios básicos. Es decir, otra de las injusticias para quienes viven en la periferia urbana es tener que transportarse a través de mayores distancias para acceder no sólo al empleo, sino que a muchos servicios básicos. Esto limita el acceso y se relaciona con el uso del tiempo, lo que hoy hace más difícil evitar el uso del transporte público para reducir el riesgo de infección. Entonces hay una situación relacionada con la construcción de ciudad que debe permitir que los servicios y trabajos estén más cerca de la gente. Esto además, debería ir de la mano con estrategias que promuevan el transporte activo, el cual facilita el acceso en distancias medias, de una forma no contaminante, con menos ocupación de espacio urbano y que es favorable para la salud. Se podría esperar, entonces que la Covid-19 genere acciones transformadoras de las ciudades y de la forma en que pensamos en ellas.
1 Para conocer más sobre este estudio, puedes consultar el siguiente enlace: https://www.thelancet.com/journals/lanplh/article/PIIS2542-5196(19)30235-9/fulltext