Revista Planeo Nº 37 Territorios y Paisajes, Septiembre 2018
[Por Eva Pulido Melcón, Geógrafa. Graduada en Geografía y Ordenación del Territorio por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB)]
Resumen
El siglo XXI se enmarca en un paradigma de sostenibilidad que centra su atención en la protección, conservación y gestión del territorio bajo la óptica del desarrollo sustentable. Académicos, planificadores, investigadores y políticos, así como la propia ciudadanía, están más conscientes de los retos ambientales, económicos y sociales que se derivan del uso del territorio, en cuanto a su utilización e inevitable transformación se refiere.
Esta columna pretende que los lectores se cuestionen qué papel tenemos cada uno de nosotros en la conservación y transformación de nuestros paisajes, tensionando la relación entre las políticas que se diseñan desde los organismos públicos y privados y las opiniones que tenemos los ciudadanos. ¿Tenemos herramientas para decidir cómo cambia nuestro entorno, nuestro territorio, nuestros paisajes?
Palabras clave: Identidad, conflicto, participación
¿Qué imagen le viene a la mente si piensa en el concepto paisaje? Muchos autores han definido el paisaje desde distintos puntos de vista. Considerándolo, por ejemplo, como un producto social, como el resultado de una transformación colectiva de la naturaleza y como la proyección cultural de una sociedad en un espacio determinado (Nogué, 2007). Otros autores, por el contrario, consideran que el paisaje no es un objeto grande, tampoco es un conjunto de objetos configurados por la naturaleza o transformados por la acción humana, ni siquiera es el medio físico que nos rodea o sobre el que nos situamos. El paisaje es un constructo, una elaboración mental que las personas realizamos a través de los fenómenos de la cultura (Maderuelo, 2005).
No hay dos personas que perciban exactamente igual una misma realidad, y es que en la reacción a un lugar, a un territorio, a un paisaje, entran en juego nuestros sentidos: la visión, el oído, el olfato, el tacto, que se interiorizan de forma distinta según cada persona. Adicionalmente, los seres humanos sentimos y muchas veces experimentamos fuertes emociones con respecto a los lugares que hemos visitado o vivido (Tuan, 2007). Por lo que no es sólo la estética lo que define el paisaje, sino también las vivencias y el vínculo que tenemos o creamos hacia este.
El hombre siempre ha concebido la naturaleza – y el territorio – como algo para ser utilizado, algo que existe para el beneficio humano (Tuan, 2007). Lo hemos ido transformando y adaptando para vivir en él y de él. En este sentido, no hay duda de que, durante las últimas décadas, hemos modificado el territorio como nunca antes habíamos sido capaces de hacerlo y, ello, no ha redundado en una mejora de la calidad del paisaje, sino más bien lo contrario (Nogué, 2010).
La continua transformación del territorio ligada al proceso de globalización, ha facilitado que el espacio y el tiempo se hayan comprimido, que las distancias se hayan relativizado y las barreras espaciales se hayan suavizado. Este hecho ha permitido que nos podamos desplazar más lejos en un tiempo y con un coste accesible para gran parte de la población. Actualmente, viajar y conocer otros territorios, otras culturas y otros paisajes es muy recurrente: cada año, muchas familias nos desplazamos a distintos lugares con esta finalidad, lugares en los que, sin duda, somos agentes activos que potenciamos dichas modificaciones. Cada vez más, nuestros viajes dejan a su paso huellas que alteran la identidad de muchos paisajes y territorios para que podamos disfrutar de ellos. ¿Somos conscientes de los cambios que produce nuestro turismo estacional a las ciudades y comunidades que habitan los principales destinos?
El siglo XXI, sin duda, parece que sí. Los conceptos de sostenibilidad y resiliencia centran la atención de académicos, planificadores, investigadores, políticos y, también, de una ciudadanía cada vez más activa y empoderada (Flores, 2015). Estamos más conscientes de los retos ambientales, económicos y sociales que plantea este siglo. Esto se constata en diversos informes y proyectos, elaborados por organismos internacionales, en los que se repiensan e impulsan nuevas políticas para la protección, conservación y gestión de los paisajes, con el fin de preservar sus valores naturales, patrimoniales, culturales, sociales y económicos en un marco de desarrollo sostenible (Generalitat Catalunya, 2005).
Varios países, como es el caso de Chile, han considerado la importancia de la gestión y conservación del paisaje. El Instituto Chileno de Arquitectos Paisajistas (ICHAP), por ejemplo, se adhiere a la iniciativa de la Convención Global del Paisaje firmando la carta Chilena del Paisaje en 2011, cuyo objetivo es gestionar paisajísticamente todo el territorio nacional, para que los valores culturales, la biodiversidad y la calidad de vida sean preservados (ICHAP, 2011). A pesar de firmar su compromiso mediante la carta, y a pesar de contar con organizaciones no gubernamentales que se interesan en los temas de paisaje, no logra diseñar e implementar verdaderas políticas de gestión y conservación para la protección de su paisaje.
Estas políticas, además, deberían estar sustentadas por la participación de la comunidad y de las entidades públicas, ya que su implicación es fundamental para la recuperación, rehabilitación y conservación de dichos paisajes. Incluyendo esta participación, no se tienen en cuenta sólo los valores objetivos y tangibles del territorio, sino también las vivencias e identidades de la comunidad. La participación ciudadana es fundamental para la puesta en valor de los recursos naturales, históricos, culturales y patrimoniales y, a su vez, para potenciar un desarrollo local sostenible, el sentimiento de pertinencia y el compromiso con el lugar o con el paisaje.
En suma, el paisaje desempeña un papel fundamental, no sólo en el proceso de creación de identidades territoriales, a todas las escalas, sino también en su mantenimiento y consolidación (Nogué, 2010). Es por ello que el paisaje no cabe entenderlo sólo como fenómeno, sino como proceso dinámico en la construcción social de la realidad y como un modo de vínculo, de punto de contacto e interacción entre los fenómenos mundiales y la experiencia individual (Nogué, 2010).
En la actualidad se nos presenta una paradoja: estamos tomando conciencia del paisaje y de sus valores desde varias disciplinas, formando una sensibilidad que se va extendiendo a amplias capas de la sociedad, y, a la vez, estamos asistiendo a un deterioro irreversible del territorio que está siendo sometido a actuaciones como las urbanizaciones de la costa, el desordenado crecimiento de los suburbios de las ciudades, el abandono de la agricultura, la ocupación residencial del campo y la aparición de enormes infraestructuras que no sólo provocan fuertes impactos visuales, sino que producen auténticas heridas en el territorio de las que cada vez nos encontramos con más dificultades para suturar (Maderuelo, 2008).
Referencias bibliográficas
Flores, O. M. (2015). Paisajes en emergencia: Transformación, adaptación, resiliencia. Revista INVI, 30(83), 9–17. https://doi.org/10.4067/invi.v30i83.978
Generalitat de Catalunya. (2005). Consultado en http://web.gencat.cat/ca/temes/urbanisme/
ICHAP. (2011). Carta Chilena del Paisaje. Consultado en https://laliniciativablog.files.wordpress.com/2013/04/chile-carta-del-paisaje-2011.pdf
Maderuelo, J. (2005). El paisaje. Génesis de un concepto. Madrid: Abada Editorial.
Maderuelo, J. (2008). Paisaje y territorio. Madrid: Abada Editorial.
Nogué, J. (2007). La construcción social del paisaje. Editorial Biblioteca Nueva.
Nogué, J. (2010). El retorno al paisaje. Enrahonar, 45, 123–136. https://doi.org/eISSN 123-136
Tuan, Y.-F. (2007). Topofilia. Un estudio de las percepciones, actitudes y valores sobre el entorno. España: Editorial Melusina. Consultado en https://es.scribd.com/doc/102293451/Fu-Tuan-Yi-Topofilia en fecha 10/08/2018