Revista Planeo Nº 33 Ciudades del Futuro, Septiembre 2017
[Por Antonio Sahady Villanueva; Arquitecto, Doctor en Arquitectura (Universidad Politécnica de Madrid)]
RESUMEN
A fuerza de transformaciones inadecuadamente conducidas, las ciudades hispanoamericanas se han ido desdibujando de manera paulatina. Las violentas destrucciones derivadas de terremotos o incendios obligan a intervenir con carácter de emergencia. A esos acontecimientos se agregan las periódicas renovaciones urbanas, no siempre justificadas. A diferencia de Europa, en nuestro continente los procesos reconstructivos suelen ser poco reverentes con el patrimonio arquitectónico, particularmente cuando este capital cultural no se encuentra legalmente protegido. Cada supresión o desnaturalización de una determinada pieza arquitectónica valiosa constituye una sensible merma de la identidad del lugar que le acoge. En Santiago de Chile, la pérdida de identidad es directamente proporcional al derribo de magníficos inmuebles o conjuntos de valor arquitectónico.
Palabras clave: Identidad / Patrimonio Arquitectónico / Santiago de Chile
A menudo el desdén por la historia deriva de la ausencia de programas educativos. Algunos inmuebles, consagrados como patrimoniales por la esfera de los especialistas, padecen el abandono por tiempo indefinido. La falta de uso o la subutilización de sus espacios se transforman en enemigos de su adecuada conservación, toda vez que se confunde la obsolescencia funcional con la inutilidad.
Pero, ¿qué hay de los valores permanentes que definen la identidad de las edificaciones y que suelen ser menos visibles para el ciudadano común? Por cierto, esos valores también reclaman su derecho a ser respetados. De allí que, en los países industrializados, la tendencia sea conservar lo sustancial de las antiguas construcciones antes de hacer derribos impiadosos. A los edificios que son parte de la historia de la ciudad hay que inyectarles vida mientras se les reconozcan méritos arquitectónicos. No se trata, en caso alguno, de convertirlos en momias y justificar su pervivencia manteniéndolos en pie como piezas de museo. Por ese camino, no hay manera de sustentarlos. Simplemente, debe dotárseles de un nuevo ciclo vital, respetando su carácter y vocación funcional.
Uno de los atributos claves de un centro histórico, cualquiera sea su localización geográfica y el número de siglos que cargue a cuestas a partir de su fundación, es la identidad. Esa identidad se construye morosamente, teniendo al tiempo como un aliado indisociable. Uno a uno los edificios van elaborando un armonioso conjunto que, finalmente, resulta reconocible y querido por sus habitantes. Precisamente, cada pieza arquitectónica de valor y cada espacio urbano amable se convierten en motivo de orgullo para quienes se sienten sus legítimos propietarios. Constituyen, en suma, sus verdaderos referentes, todos imbricados en su significación histórica y cultural, hermanados por una inconmovible convicción de intemporalidad y trascendencia.
Para fortuna nuestra, Santiago nos ofrece algunos fragmentos centrales marcados por una poderosa identidad, merced a su temprana consolidación. Recorriendo la plaza de armas y su entorno cercano se descubre un buen número de obras de notable calidad arquitectónica –también unos cuantos espacios perfectamente adecuados a la escala del peatón-, cuyos autores estuvieron mucho más comprometidos con el buen resultado colectivo que con su gloria personal o la de los mandantes.
Este paisaje –sería injusto no referirlo- es consecuencia del Plan Regulador de Santiago de 1934, ideado por Karl Brunner. Fue en aquel entonces cuando se estructuró la imagen misma de la ciudad: una estricta línea de edificación, fachada continua y una altura más o menos homogénea de 25 metros (equivalente a los ocho pisos que predominan en Europa), ajustada, por lo demás, a la traza de calles estrechas y a las posibilidades que permite una tierra asiduamente visitada por los sismos. Pero la ciudad es un organismo en proceso de evolución infatigable. En efecto, el cambio morfológico del centro, caracterizado por la progresiva y acelerada aparición de torres en altura, ha implicado una abrupta alteración de la escala, tributaria de la mentalidad neoliberal que comenzó a dominar los modelos más recientes y que se reconoce como el paradigma contemporáneo imperante a contar de la caída del muro de Berlín.
Paulatinamente, Santiago ha ido cediendo aquellos remansos públicos que contribuyen a morigerar la agitación propia de una ciudad desarrollada. Cuando Brunner elaboró el primer Plano Regulador de Santiago, se calculaba que la ciudad tenía un 12% de superficie destinada a áreas verdes. Hoy día esa cifra no sobrepasa el tercio del señalado porcentaje. Cuesta conciliar este deprimente dato, en verdad, con el manido pregón de la ecología y la sustentabilidad.
Así como la mayoría de las ciudades hispanoamericanas que nacieron en esa misma época y que son la síntesis de lo que, a su vez, los conquistadores hicieron de sus propias ciudades a lo largo de varios siglos de vida, Santiago no escapa a la lógica del trazado en damero. Esta configuración simple es su mérito encomiable. Pero constituye, al mismo tiempo, su mayor debilidad: una vez que se valida el patrón ortogonal, la tentación de crecimiento es superlativa.
En general, las ciudades europeas ya no necesitan seguir creciendo y más bien se afanan en conservar y reutilizar estructuras existentes. De hecho, la población se ha estancado y sus necesidades básicas y de vivienda están ya resueltas. Y es que, efectivamente, en las ciudades ya consolidadas de Europa, antes que la expansión se busca renovar los espacios históricos en aras de un mejoramiento de la calidad de vida. Se intensifica, asimismo, el interés por el ecologismo y las corrientes conservadoras del ambiente. Lo normal es que se defiendan valores arquitectónicos del pasado y que se trate el tema de la conservación de sectores urbanos completos como una tarea natural.
El fenómeno de las ciudades hispanoamericanas es enteramente distinto al europeo: no dejan de extenderse y, además, se encuentran en perenne y acelerado proceso de transformación. Julián Marías señala que “la ciudad que tarda en hacerse (por eso no es caprichosa) dura mucho tiempo. Excepto en su fase fundación, cuando todavía no es ciudad, es siempre antigua. Normalmente el individuo vive en una ciudad que no han hecho sus coetáneos, sino sus antepasados. Es cierto que la transforma y modifica. Sobre todo, la usa a su manera, descubriendo en ello su vocación peculiar, pero, por lo pronto es una realidad, recibida, heredada, histórica. Es decir, ni más menos que la sociedad misma. Es difícil de entender, por eso es profunda, particularmente reveladora.”
A fuerza de sucesivos y espasmódicos cambios, las ciudades latinoamericanas han sido víctimas de la discontinuidad, en tanto las urgencias se han resuelto sin planificación alguna después de los cataclismos o los incendios. Casi siempre resultan ser el fruto de un sentimiento de inseguridad e impaciencia. Se explican así las interrupciones, las rupturas, los brutales desgarramientos de los tejidos que en su momento ofrecían la esperanza de un promisorio y natural crecimiento. Y terminan por superponerse las soluciones con una desapoderada soberbia y un menosprecio absoluto de su antecedente. Y se avanza, entonces, sin mirar hacia atrás, desconociendo la historia.
Imagen 1: La indiferencia por la historia (Alameda con San Martín)
Fuente: Fotografía del autor
Las transformaciones no tienen que ser necesariamente una sustitución de las características del sector anterior. Toda operación, grande o pequeña, debe articularse con su entorno, respetando la memoria colectiva ya instaurada. Téngase en cuenta que una modificación en un enclave histórico de valor, por pequeña que parezca, puede atentar contra los atributos esenciales del mismo, que son, en último término, su auténtico ADN. ¿Por qué no pensar en una oficina central, destinada a evaluar y aprobar aquellos proyectos de revitalización, adaptación y edificación nueva que no hayan perdido de vista los principios de unidad y armonía, procurando siempre la sabia relación con la arquitectura preexistente?
Se sabe que la normativa es laxa, que permite demasiado: no controla rupturas de escala, volúmenes inarmónicos, expresiones disonantes. Las propias autoridades, cuya aspiración mayor consiste en densificar el centro de la ciudad –insensibles a las leyes de la eufonía o, al menos, a cierto grado de coherencia morfológica- soslayan las lagunas legales a cambio de la aplicación del criterio político y económico.
Imagen 2: La discontinuidad de la imagen figurativa de la ciudad (edificación frente a la Biblioteca Nacional). Fuente: Fotografía del autor
Ojalá que ese criterio incluyera, como propósito permanente, las básicas leyes de la buena composición y el respeto por la calidad de vida de los habitantes. Y para lograrlo, en Santiago, nada mejor que examinar nuevamente los lugares más logrados de su centro histórico. La identidad de una urbe es producto de un cúmulo de atributos que pertenecen a la dimensión intangible. Pero lo inmaterial no se sostiene sin los referentes físicos. Entre ellos, por su gravitación y trascendencia, el patrimonio arquitectónico, guardián noble y permanente de la identidad del lugar.
REFERENCIAS
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Marías, Julián (1956) La estructura social, citado por Fernando Chueca Goitía en “Breve historia del urbanismo”, Alianza Editorial S.A., Madrid, 1968.
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Sahady, Antonio (2014) Mutaciones del Patrimonio Arquitectónico de Santiago de Chile. Una revisión del centro histórico. Editorial Universitaria, Santiago.
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Waisman, Marina (1993) El interior de la Historia. Historiografía arquitectónica para uso de latinoamericanos, Escala, Bogotá, p. 4.