¿Quiénes hablan por y sobre la ciudad?, ¿quiénes son más influyentes a la hora de proyectarla, pero también de representarla? Hasta el ascenso de las profesiones universitarias, políticos, militares, jueces, rentistas, comerciantes, constructores e industriales monopolizaron la narración comprensiva de lo que ya se fraseaba como progreso urbano.
Revista Planeo Nº 29 Fronteras urbanas y territoriales, Septiembre 2016.
[Por Gonzalo Cáceres y Juliana Carvalho]
Im1. Nota de prensa acerca de la película “Uno que ha sido marino” de 1951, dirigida por José Bohr, Publicada originalmente por la Revista Ercilla, en Santiago, el 25 de Septiembre de 1951 / Fuente: CineChile: Enciclopédia del cine chileno (2016), disponible en: http://www.cinechile.cl/archivo-922
A modo de introducción
¿Quiénes hablan por y sobre la ciudad?, ¿quiénes son más influyentes a la hora de proyectarla, pero también de representarla? Hasta el ascenso de las profesiones universitarias, políticos, militares, jueces, rentistas, comerciantes, constructores e industriales monopolizaron la narración comprensiva de lo que ya se fraseaba como progreso urbano. Casi todos los influyentes eran tenedores de propiedad raíz y por esa vía ciudadanos exclusivos. En muchas ciudades latinoamericanas, en especial antes de la independencia de Brasil, propiedad y sufragio conjugaban.
Mientras las universidades públicas y privadas labraban distinción y reputación social, arquitectos, ingenieros, médicos y abogados extendieron sus intereses hasta abrazar el binomio ciudad-urbanización. Lo hicieron, en parte, porque sus preocupaciones disciplinares ya se habían depositado sobre la vivienda, el saneamiento, la edificación, el equipamiento, la salubridad, el transporte, la infraestructura, la locomoción, la propiedad y la herencia.
Cuando paisajistas y urbanistas, primero, y, más tarde, ingenieros de transporte y planificadores, se convirtieron en algo más que una excentricidad, la democratización de ayuntamientos y municipios había avanzado lo suficiente en Sudamérica. ¿Por qué sería importante recordarlo? Salvo excepciones, los tácitos o explícitos requisitos fundiarios para que los ciudadanos pudieran ser elegidos o seleccionados en puestos de decisión, habían sido derogados. La ampliación de derechos políticos eso sí, no había alcanzado completamente a las mujeres.
Cuando el derecho al sufragio femenino se convirtió en tópico de los magazines más adelantados, la influencia conquistada por toda clase de medios de comunicación, lubricó una coro de voces dedicadas a resignificar la vida cotidiana de la ciudad por dentro, pero también por fuera de la escena docta. En lo que a los escritores concierne, sus oportunidades de expresión se expandieron cuando aparecieron los primeros eventos conmemorativos impulsados por administraciones nacionales o ayuntamientos. La autocelebración elitista de la ciudad, facilitó que versos, óleos o himnos, pero también esculturas y edificios fueran diseñados para enaltecer un carácter, mucho más si los promotores de esas operaciones formaban la parte conspicua de sociedad capitalina. Pero, ¿todos los productores simbólicos estaban subordinados a las preferencias de sus mandantes?
Desde un punto de vista cuantitativo, el grueso de los relatos sobre la ciudad provenía y proviene de escritores. Novelistas, poetas, ensayistas y dramaturgos, desde hace más de un siglo, han descrito la ciudad a partir de sus formas construidas, pero siempre en diálogo con la sociedad que humaniza las materialidades fijas o móviles. Hacia 1941, año en que se celebró el cuarto centenario de la fundación española de Santiago de Chile, la mayor parte de los libros dedicados a comprenderla, fueron trabajos literarios y por décadas, los principales libros con imágenes evocativas de la ciudad, han sumado la participación de algún escritor de nota. Pero sus narraciones no siempre han sido obsecuentes aunque muchas parecen afectadas por ese sesgo. La crónica urbana, para mencionar una corriente con expresiones alternas a los poderes en circulación, registra declinaciones críticas con Lemebel, Contardo, Bisama, Merino o Brodsky como exponentes contemporáneos. La nómina estaría más amputada si nos ahorramos, ahora con una perspectiva temporal más amplia, a Subercaseaux, Guzmán, Rojas o Acevedo. Que varias de esas voces constituyentes fueras perspicaces observadores del trinomio nocturnidad-centro-pendencias, no es algo insignificante.
En ciudades como Santiago, el establecimiento de un circuito bohemio incrustado en el mundo popular y orillado contra uno de las extremidades del centro, fue alentado por las mejoras en la provisión de alumbrado eléctrico, las complejas interacciones con el ambulantismo y el fortalecimiento de diferentes rubros de actividad, entre ellos una incipiente industria periodística y radiofónica.
Las mejoras salariales experimentadas por otros “productores simbólicos”, permitieron que publicistas, fotógrafos, diseñadores, periodistas e ilustradores, intervinieran escaparates y mobiliarios, revistas y fachadas. En algunas calles, sus policromáticas portadas de semanarios y centellantes avisos comerciales, naturalizaron nuevas mercancías. El centro de Santiago, que Salazar califica de adocenado en la víspera del 02 de abril de 1957, acrisoló desde temprano nuevas sensaciones gracias a la combinación de viejas y nuevas imágenes, pero también antiguas y desconocidas sonoridades.
Con base en la ingeniería del consumo, la prensa escrita y radiada alfabetizó audiencias sin necesidad de interpelaciones inquietantes. Al menos en Chile, las tecnologías de la comunicación hicieron de la moderación regla de existencia. El cine no fue la excepción, muy en especial las producciones filmadas tras la introducción de la sonorización.
Por causa de su tradicionalismo, narrativo pero también estético, la crítica regularmente cuestionó la cinematografía prohijada en torno a la experiencia de Chile-Films. Las esquirlas alcanzaron además a la mayoría de las producciones tributarias del intento formal de industrialización. Hasta años todavía recientes, el reproche se ensañaba con todo lo que no fuera el “nuevo cine chileno” propulsado por autores tan diferentes como Ruíz, Littín, y, en menor medida, Francia.
Las evaluaciones retrospectivas en lo que a cine chileno concierne han mudado de centro de interés y remodulado algunas certezas. Diversas contribuciones, muy especialmente los libros de Cavallo y Díaz (2007), Cavallo, Douzet & Rodríguez (2007) y Cortínez y Engelbert (2011, 2014), han abierto interrogantes y rescatado autores. Sin llegar a ser su principal eje interpretativo, es evidente que las revisitaciones le han prestado mayor importancia al espacio. Pero, al menos para Santiago, la interpretación no ha sido llevada a sus últimas consecuencias (Muñoz y Burotto, 1998; Paz, 2006) Al respecto, ¿qué ocurriría si radicalizamos el “giro espacial” en el análisis cinematográfico hasta convertir las locaciones filmadas en protagonistas de la narración más que en mero “contexto”? Amplificando el punto: ¿qué tipo de evidencia podemos obtener si examinamos los registros fílmicos con un método que desestructura y re-estructura la narrativa a partir de un sesgo locacional?
¿Tan solo otra película estereotipada sobre Santiago?
Con anterioridad a Tres Tristes Tigres (Ruíz, 1968), la cinematografía ya había registrado decenas de edificios, parajes, lugares, sitios y calles de Santiago. Incluso si recortamos la muestra a films de ficción, la diversidad de ambientes, hábitats y situaciones capitalinas precede con mucho a Largo Viaje (Kaulen, 1968) o a Palomita Blanca (Ruíz, 1973-1992) por citadinas que ellas nos parezcan (de los Ríos, 2011). En rigor, hay películas completas, Un viaje a Santiago (Correa, 1960) por ejemplo, cuyos interiores y exteriores capitalinos fueron filmados en lugares “auténticos”. Sin ánimo erudito, la filtración de exteriores se advierte también en films confesionales El cuerpo y la sangre (Sánchez, 1962), pero también en relatos historicistas como el propuesto en Romance de medio siglo (Moglia, 1942) Ni para los autores tenidos por campestres y costumbristas, la ciudad es enteramente omitible. Por eso, en narraciones pastorales como Tonto Pillo (Bohr, 1948), Santiago y otras ciudades identificables comparecen.
Hasta ahora, el cine de José Bohr en lo que refiere a su prolífico capítulo chileno, ha carecido de un tratamiento riguroso. Su cinematografía, calificada de menor, predecible o superficial, está a la espera de ser escarmenada con la criticidad que se merece cualquier registro cultural. Pesa en su contra una búsqueda obsesiva por la comicidad, salpicada, en ocasiones, de diálogos abiertamente sexistas y hasta homofóbicos. Pero por mucho que su levedad narrativa se empecine en ahogar cualquier empeño interrogativo, Bohr construye una visión completa del binomio ciudad-sociedad.
En su largo periplo cinematográfico, Bohr apeló con cierta regularidad a la ciudad. Generalmente la retrató con base a ambientaciones que reforzaron abordajes estereotipados. Vista inicialmente, Uno que ha sido marino (1951) pareciera confirmar el papel que Bohr le confirió a los “lugares comunes”. El film, recostado sobre las biografías de dos lustrabotas y una vendedora de diarios, por largos pasajes pareciera esforzarse en banalizar sus existencias.
La majadera locuacidad del más veterano de los lustrabotas contrasta con el comportamiento recatado del vendedor menos experimentado. Mientras el primero cultiva un modo expansivo impulsado por un verbo más incontinente que popular (Eugenio Retes), la urbanidad de su socio se mantiene siempre comedida (Arturo Gatica). La “canillita”, para efectos del film más veterana de lo usual (Hilda Sour), ejecuta un papel teatral similar al de su pretendiente lustrabotas. Empujada por el hambre, la vendedora de diarios, se convierte en sirvienta, aunque su futuro, regimentado por su nuevo mecenas del que también es amante, se filtra detrás de uno de sus dones: el canto.
Im2. Fotogramas de la película, alrededor del minuto / A la izquierda Maruja en el puente, vendiendo diarios, con el cerro San Cristobal al fondo. A la derecha nuevamente la protagonista, ahora acompañada de Silvano, al otro lado del puente, con Estación Mapocho al fondo / Fuente: http://www.cinechile.cl/pelicula-729
Que la narración transcurra en el barrio Mapocho no solo le confiere un sentido popular al film, también permite imaginar las fricciones que los trabajadores ambulantes sostienen diariamente en el espacio, pero también con los guardianes del orden público. Rótula de la ciudad, Mapocho y todo lo que ocurría en las inmediaciones de la plaza Venezuela, la Piscina Escolar, los puentes sobre el río y la Pérgola de las Flores, funciona como escenografía viva para las deambulaciones de los protagonistas. Que la inanición sofoque a la protagonista mientras Stranvinski suena en el fondo, nos habla de las iniquidades de la modernización cuando no hay combustible en el estómago.
En un segundo momento de la película, la circunscrita ameba inicial es expandida gracias a los nuevos trabajos que cada uno acomete. Como si fuera una trayectoria hacia la formalidad, los lustrabotas se convierten en pintores –más tarde serán basureros, luego barberos y finalmente empresarios-. Un engaño, la película es un canto a la astucia oportunista también fraseada como “viveza”, pavimenta su acceso a trabajo remunerado. Antes que la ficción supere los escarceos realistas que el film se encarga de ridiculizar a punta de chistes repetidos, el trío se desarma.
Im3. Afiche promocional de la película Uno que ha sido marino, que llama la atención para la “picardía chilena” / Fuente: Fuente: CineChile: Enciclopédia del cine chileno (2016), disponible en: http://www.cinechile.cl/pelicula-729
En lo que a la dupla masculina concierne, la oportunidad de transitar desde un oficio a otro –de lustrabotas a pintores-, resulta en un resonado fracaso. Bohr, que recurre a un gag chaplinesco para reconectar circunstancialmente al trío original, utiliza las habitaciones, pasillos y escaleras de un edificio moderno para evidenciar el contraste entre desorden y norma. La escena concluye cuando la dupla protagónica reaparece en las inmediaciones de la antigua municipalidad de Las Condes, casi el extremo oriente del Este pudiente del Santiago. En su plaza-atrio, uno de los lustrabotas escucha el canto afinado de su antigua pretendida –sorprendentemente proviene de un edificio de departamentos más que de una casa –. El melodrama se detiene cuando el más veterano de ambos descubre una oportunidad laboral en las hojas de un diario que lee con dificultad. Aunque el observador no tiene herramientas para entender cómo se produjo una interpolación capaz de permitir que Hermógenes y Silvano “aparecieran” en una plaza de Las Condes, lo cierto es que la historia, hasta este punto, es tan didáctica que recomienza esperanzadora cuando la iluminación diurna reemplaza los claroscuros nocturnos.
Im4. Fotogramas de la película, alrededor del minuto 28 y 37 respectivamente. A la izquierda en el trabajo de pintores y a la derecha Hermógenes en la plaza leyendo el diario / Fuente: http://www.cinechile.cl/pelicula-729
Tras ser bendecidos por el cañón del cerro Santa Lucía, los recién convertidos trabajadores municipales contornean el primer parque vertical de la ciudad en un carromato de reminiscencias campestres. Una canción salpicada de referencias florales, parece inmunizarlos del hedor que el vehículo exhala. Lo que parece otra secuencia ritual por estereotípica, tiene un desenlace sorprendente. Bohr filma un basural en las inmediaciones del río Mapocho con sonidos ferroviarios como fondo auditivo. El Puente La Máquina no está demasiado lejos ni tampoco la choza donde viven ambos recolectores de basura. La inminencia de una población callampa es una hipótesis creíble, mucho más para el espectador que visionó la película en 1951. En tan solo algunos minutos, el eje fronterizo Este-Oeste que organiza Santiago en beneficio de la elite, comparece en toda su linealidad.
Im5. Fotogramas de la película, alrededor del minuto 42 y 49 respectivamente. A la izquierda en el centro de la ciudad y a la derecha en el basural en las inmediaciones del río Mapocho, donde se puede ver la cordillera al fondo / Fuente: http://www.cinechile.cl/pelicula-729
Convertidos en millonarios gracias al azar, el éxito económico de ambos reverbera en empresas de toda índole. Que un par de ellas estén relacionadas con el transporte y la construcción, es muy sintomático de la centralidad que las actividades constructivas basadas en la tierra urbana dimanan. Santiago es una fiesta para quien tiene el dinero para disfrutarla y las películas de evasión son el medio eficaz para alcanzar lo que la realidad se resiste en conceder con semejante facilidad.
Final
La comedia de situaciones que Bohr filmó en 1951 ayuda a entender la configuración de Santiago más allá de las exageraciones que toda pieza cómica parece cultivar. Filmada cuando una fracción del centro de Santiago experimentaba una intensa valorización, la película tiene la sensibilidad para captar la verticalización residencial de una porción de la elite en las adyacencias al parque Forestal.
A contracorriente de lo que suele suponerse, las tendencias a la autosegregación conspicua aparecen sumamente matizadas en Uno que ha sido marino. En el film, organizado en torno a la figura de Verdejo, el centro dimana una energía y porosidad suficiente como para acoger funcionalmente a todas las clases sociales sin que ello imposibilite la existencia de enclaves abrazados a sus contornos. En rigor, es una tendencia que Largo Viaje (Kaulen, 1968) convierte en una especie de Canto del Cisne.
Sin perjuicio de los cambios que Santiago experimentaría a posteriori, que la película documente la heterogeneidad tipológica que sectores del barrio alto exhibían por fuera del proyecto suburbanizador –el contraste con El gran circo Chamorro (Bohr, 1955) es claro- acrecienta su atractivo. En una dirección inversa, pero no menos estimulante, es uno de los primeros films sino el primero, que ensaya una aproximación a la vivienda irregular distinta del conventillo o de la tugurización, filmada en la misma zona donde, precisamente, se habían reproducido ese tipo de urbanizaciones.
Sin ser una película de frontera, Uno que siempre ha sido marino, moviliza, quizás inadvertidamente, una mirada sobre algunas de las transiciones urbanas que Santiago venía experimentando cuando el centro de la ciudad todavía disponía de inequívocos mecanismos cohesionadores. Justo el momento, más allá de cualquier polémica académica posterior, donde la discusión sobre la segregación era casi completamente inexistente.