En una ciudad que crece a ritmos acelerados, adquiriendo día a día una mayor expansión urbana y una gran relevancia del automóvil, ¿dónde se encuentran estos espacios de integración, en los cuales el niño puede jugar, aprender y desenvolverse en la gran ciudad?.
Revista Planeo Nº16 Infancia y Ciudad, Mayo 2014.
[Por Ma. Nieves Hinojosa B. Arquitecta PUC]
Es un hecho que el desarrollo actual de nuestras ciudades se encuentran marcadas por la producción de suelo urbano, más que la producción de (mejor calidad de) vida urbana. Este mecanismo ha catalogado la ciudad como un conjunto de calles y edificios, pero no como un elemento vivo, hecha por y para sus habitantes, siendo los niños el sector de nuestra sociedad más perjudicado, ya que no encuentran en su ciudad los requisitos mínimos de un espacio que le permitan desarrollarse, es decir, un espacio que facilite su autonomía y desplazamiento, incentive su curiosidad y capacidad de asombro, promueva su creatividad y cultura, y le permita una interacción y socialización.
Los niños tienen un papel de gran importancia en el desarrollo armónico de una sociedad culta, la cual se ve influenciada en la integración que adquiere el niño en el espacio urbano, conociendo su ciudad y aprendiendo en constante comunicación con el medio. Pero en una ciudad que crece a ritmos acelerados, adquiriendo día a día una mayor expansión urbana y una gran relevancia del automóvil, ¿dónde se encuentran estos espacios de integración, en los cuales el niño puede jugar, aprender y desenvolverse en la gran ciudad?.
Hoy en día los niños, al igual que los ancianos, han pasado más bien a ser considerados como una carga social dentro de nuestra sociedad, tal como plantea Bisquert: “Se les considera seres pasivos, se les está negando su participación en la cultura viva; se manipula y se explota su imagen, de un modo sementaloide y peyorativo, simplemente se les traslada de un lugar a otro (de la casa al colegio, o al parque, etc.), o se les ubica indefinidamente; son tratados como seres “en espera”, unos esperan a hacerse mayores, otros a hacerse cadáveres”[1].
Los espacios públicos, o terrenos de juego destinados a ellos, se encuentran cada vez más reducidos a ser espacios residuales que “sobran” luego de ser trazada la red vial, a veces situados entre autopistas, o a veces resultando ser zonas umbrías o angostas, rellenándose de césped o colocando dos columpios y un resbalín. En estos espacios el adulto le sectoriza y le impone el terreno a los niños, creando espacios reducidos a una escala infantil, creyendo con eso satisfacer sus deseos. Pero estos espacios urbanos no son un espacio vividero, no están diseñados para el adulto ni para el anciano, ni mucho menos para el niño. Esa imposición de un espacio residual y reducido sin posibilidades, provoca que el niño no se sienta identificado con él y, al mismo tiempo, no le permite desarrollar sus capacidades espaciales.
Lo que los niños necesitan va más allá de estos espacios, ellos necesitan ver y oír a otras personas, buscando espacios de recreación donde hay una mayor actividad o donde hay mayor posibilidad de que pase algo. De esto nos habla Gehl: “Tanto en las zonas de viviendas unifamiliares como en los alrededores de los bloques de pisos, los niños tienden a jugar más en las calles, las zonas de aparcamiento y cerca de las entradas de las viviendas que en las zonas de juego diseñadas para ese fin pero localizadas en los patios traseros de las casas unifamiliares o en el lado soleado de los edificios de pisos, donde no hay circulación ni gente a la que mirar”[2].
Aún existiendo parques bien desarrollados, pero poco accesibles al estar localizados en puntos muy específicos de la ciudad, los niños de todas las edades pasan la mayor parte de su tiempo en las calles o junto a ellas. Sin embargo, hoy en día esta calle ha perdido su protagonismo como lugar de encuentro y de vida comunal, siendo un lugar de paso, un estacionamiento de autos y un peligro continuo para el peatón, y aún más para los niños, quienes cada día más encuentran en la calle un lugar que les rechaza, no pudiendo encontrar un espacio en el que puedan jugar y desarrollarse.
El juego tiene un papel importante en el desarrollo del niño, ya que le permite ejercitar su cuerpo, adquirir una mayor autonomía, promover su imaginación y socializar con otros, por lo cual la ciudad debe ofrecerles espacios donde puedan desarrollar estas capacidades de una forma equilibrada. El niño no necesita columpios ni toboganes, sino que el espacio urbano que necesita el niño no tiene por qué ser diferente de el del adulto ni el del anciano, pudiendo y debiendo acoger a todos ellos, necesitando el niño en su espacio una facilitación de su uso y una adaptación en aquello que lo necesite (mayor seguridad, rampas donde hay escaleras, mobiliario urbano a una altura razonable que el niño pueda alcanzar, etc.), posibilitando una interacción y desarrollo armónico con su ciudad. En este sentido, la calle debiese ser el espacio urbano mínimo que los niños debiesen tener acceso como elemento vivo y generador de vida, donde no sólo va a recoger la memoria colectiva de su historia y sus gentes, sino que además va a ir forjando una personalidad sobre la cual proyectar su futuro y vida cotidiana.
[1] Bisquert, Adriana. (1982). El Niño y la Ciudad. Constancia de un grito en la sorda vida urbana. Colegio de Arquitectos de Madrid, Madrid, España.
[2] Gehl, Jan. (2006). La Humanización del Espacio Urbano. La vida social entre los edificios. Reverté, Barcelona, España.