[por Piergiorgio Di Giminiani]
Los últimos acontecimientos violentos en la Araucania que ha resultado en la condenable y lamentable muerte de la pareja Luchsinger-Mackay han causado gran consternación e interés. Como nunca en la historia reciente del país, muchos chilenos han intercambiado sus opiniones sobre las posibles raíces del llamado conflicto Mapuche en los medio de comunicaciones como en sus casas. Algunas de la tesis más comúnmente enunciadas son la recién infiltración de subversivos anárquicos-izquierdistas en la sociedad mapuche rural y la condescendencia del Estado chileno desde el 1993 en entregar terreno a las comunidades mapuche. El problema principal de estas tesis es que ignoran la amplia trayectoria histórica de la expropiación de tierra mapuche, que vio su zenit en la invasión del ejército chileno al final del 1800 y la subsiguiente relocalización de la población mapuche en los espacios circunscritos de las reducciones. Sin embargo, estas tesis no dejan de ser interesantes para el análisis antropológico, en tanto nos permiten comprender las premisas culturales que fundan las críticas contra las demandas de tierra mapuche en la sociedad chilena contemporánea.
Como parte de mi trayectoria de investigador, he tenido la posibilidad de seguir algunas demandas de tierras en el sur de chile que involucraban comunidades mapuche, dueños de los terrenos antiguamente expropiados, a la población mapuche local y el Estado chileno, que mediante la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) tomaba el rol formal de mediador. Seria profundamente arrogante e irrealista, sobre todo por mi condición de winka (no-Mapuche) afirmar de tener una palabra definitiva sobre los conceptos mapuche de tierra y propiedad. Sin embargo, lo que mi experiencia de investigación me ha permitido observar las mediaciones entre los distintos actores por las cuales se iban materializando de forma contrastante y dinámica conceptos claves como tierra, propiedad y desarrollo. Hace varias décadas, la antropología ha adoptado una aproximación relacional en el estudio de todos tipos de sociedades. Tal aproximación consiste en abandonar la idea de la existencia de una cultura (cualquier sea) con bordes claros y definibles en favor de un enfoque hacia aquellas relaciones sociales, políticas, y económicas que permiten la constante reconfiguracion de alteridades. En última instancia, las relaciones sociales son las que permiten la invención de la cultura, término elaborado por el antropólogo Roy Wagner.
En el caso de las negociaciones de tierra, los conceptos mapuche y winka de tierra y propiedad son puestos en relación y en definición mutua. Las diferencias entre los dos polos son considerables y a la vez sutiles. Por ejemplo, no podemos abandonarnos a la fácil conclusión que apunta al carácter colectivo de la propiedad de tierra en la sociedad mapuche. Tampoco se puede hablar de una sacralización de la tierra, según la cual la tierra no constituye un sustento económico. Estas ideas parecen más bien idealizaciones de las sociedades no industrializadas. Sin embargo, existe una valoración de la tierra ancestral, que se manifiestan tanto en experiencias cotidianas como en la filosofía mapuche. Este es el caso del tuwün, un concepto central que se refiere a la importancia de lugar de origen para cada individuo mapuche. Tener un lugar de origen es una condición compartida entre todos los mapuches, un etnónimo traducible como gente de la tierra, y a la vez, es la fuente de diferenciación entre miembros de distintos sectores mapuche. A pesar del reconocido valor económico de la tierra, esta última tiene una significancia cultural fundamental en tanto permite la auto-determinación del individuo mediante su relación con el entorno físico y otros individuos.
Las demandas de tierra mapuche evidencian un contraste profundo con las premisas conceptuales del sistema legal de propiedad en el sur de Chile. Aunque la misma ley indígena reconoce el valor cultural de la tierra para los pueblos originarios, la tierra es tratada exclusivamente como recurso económico para disminuir los efectos de restricciones económicas existentes en sectores rurales mapuche. Desde el 1994, numerosas comunidades que demandaban la restitución de sus terrenos ancestrales han sido compensadas con “predios alternativos”. El efecto de estas compensaciones ha sido la división de muchas comunidades y la relocalización de muchas familias lejos de sus parientes y de su lugar de origen.
La defensa estrenua de la propiedad latifundista en el centro-Sur no se manifiesta simplemente mediante el aparato legal, sino que se encuentra cementada en discursos de tipo desarrollistas comunes en muchos sectores de la sociedad chilena. Véase por ejemplo un comentario común en las redes sociales y blog en estas últimas semanas. “¿Para qué dar tierra si dejan los campos botados?” Una respuesta a esta pregunta es que efectivamente hay muchos casos de alta productividad en los nuevos terrenos mapuche y que los casos de bajo rendimiento se deben principalmente a falta de recursos y maquinarias para la producción agrícola. Sin embargo, lo interesante de este tipo de razonamiento no es su objetividad sino las premisas culturales que lo fundan. En particular, se evidencia una lógica exquisitamente lockeana respeto a la justificación de la propiedad privada: el desarrollo y la expansión de la producción sanciona la legitimidad de la propiedad. Esta aserción deja algunas preguntas abiertas: ¿A quien sirve la expansión constante de la producción? ¿El latifundio con sus campos cuidados es fuente de desarrollo? ¿Es una propiedad más valiosa que las pequeñas parcelas que se encuentran en todas las comunidades mapuche?
Estas preguntas, tan valiosas y desafiantes, tal vez no habrían surgidos sin la reflexión promovida por las mismas demandas territoriales mapuche y las negociaciones de ellas. Esto porque en mi opinión, los mismos procesos sociales y políticos nos invitan a suspender nuestro juicio sobre conceptos que nos parecen naturales, primordiales y sagrados, como la propiedad de tierra, y que al contrario son caracterizados por una profunda variabilidad histórica e cultural. En última instancia, el análisis de las relaciones mapuche-chilena en el marco de las demandas territoriales indígenas nos invita a cuestionar y así empezar a comprender las complejas bases culturales que justifican y elevan ciertos tipos de acceso a la tierra respecto a otros en la sociedad chilena contemporánea. Es esta en mi opinión, la lección fundamental y a la vez la menos discutida, que podemos traer del debate que ha seguido los últimos acontecimientos en la Araucanía.