[por Marcelo Mardones]
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La controversia generada por las políticas en materia de transporte público urbano tras la irrupción de Transantiago ha levantado múltiples polémicas hacia los circuitos técnicos y políticos encargados de su diseño e implementación, sin mencionar además los reclamos de los usuarios encargados de sufrirlas. Comúnmente, estos debates han derivado más en recriminaciones sectoriales que en intentos por comprender en profundidad los fenómenos que han afectado al servicio en el largo plazo, y que involucran aspectos que cruzan desde decisiones técnicas a criterios ideológicos.
En tal sentido, una revisión histórica de las políticas relativas a la movilización colectiva en Santiago durante el Nacional Desarrollismo (1938-1973) puede otorgar una mayor comprensión sobre su evolución y características. Proyecto marcado por la fuerte participación del Estado en la actividad económica, especialmente en aquellas consideradas como estratégicas para la industrialización a través de iniciativas como la creación de la Corporación para el Fomento de la Producción (CORFO) durante el primer Gobierno del Frente Popular, buscaba como objetivo una menor dependencia de la economía nacional a los mercados externos. Sin embargo, fenómenos como el crecimiento demográfico en las principales ciudades del país acompañaron a un desarrollo industrial concentrado en los polos urbanos: paradigmática fue la expansión de Santiago, que entre 1920 y 1960 pasó de los 330.000 a los 1.907.378 según los censos, a un ritmo de crecimiento del 3.2 % anual. Este crecimiento explosivo acentuó los problemas urbanos al punto de convertirlos en el centro de las políticas públicas de la época, como lo demuestran las iniciativas en vivienda social caracterizadas por la creación de CORVI.
Mucho menos conocida fue la acción durante el periodo para enfrentar el problema del transporte público en la capital, que ya asomaba como crisis durante la década de 1930. Tras los desastrosos efectos de la Gran Depresión, el discurso del nacionalismo económico tomó fuerza ante el creciente consumo por parte de la población urbana de servicios como la electricidad y los tranvías, controlados en Santiago por la South American Power Co., empresa de capitales norteamericanos propietaria de la Compañía Chilena de Electricidad y la Compañía de Tracción de Santiago (CTE). Ésta última se caracterizó por diversos problemas, como la mala calidad de su material rodante, costos de operación crecientes y conflictos laborales con sus trabajadores, los que la tuvieron en el centro del debate ante una opinión pública sensible a los acuerdos adoptados por la Municipalidad de Santiago – la entidad encargada de administrar el transporte público- con la compañía frente a cuestiones como el aumento de tarifas, la previsión de energía, entre otros.
A comienzos de la década de 1940, la conmoción provocada por la Segunda Guerra Mundial agudizó la crisis de la movilización colectiva: las restricciones al acceso de combustibles, repuestos y otros insumos impuestos al país por el escenario bélico hizo que los servicios tranviarios y de autobuses limitaran aún más sus prestaciones, sumiendo a la capital en un contexto que exigía. En mayo de 1941, una huelga general de los trabajadores del transporte impulsó al Gobierno a intervenir la CTE a través de una administración fiscal a la empresa, lo que fue un anticipo de la discusión en torno a un proyecto de ley presentado por el Ejecutivo al Congreso en 1942. La propuesta del Gobierno buscaba en líneas generales la nacionalización de los servicios eléctricos como el control sobre la movilización colectiva en el país, para lo cual el Fisco debía adquirir tanto bienes y derechos de propiedad en manos de los capitales norteamericanos, criterio compartido por la Comisión Mixta bicameral encargada de estudiar el tema. En el plano específico del transporte público, el proyecto contemplaba el establecimiento de una Dirección de Tránsito encargada de velar por los diversos aspectos que involucraban a la actividad (vialidad, abastecimiento de insumos, administración de líneas, etc.), junto a la creación de una empresa estatal que monopolizaría el transporte público urbano e interprovincial.
Sin embargo, el impulso a la iniciativa perdió fuerza, influido por las presiones de los particulares que veían una merma en sus intereses como también de los municipios, que la consideraban una pérdida a las facultades que les concedía la ley. Frente a este contexto, el Gobierno repuso sólo dos años después un nuevo proyecto, impulsado esta vez por la firma de diversos convenios con la South American y en los cuales se establecía la adquisición estatal de la CTE, pero sin tomar el control del negocio eléctrico; además, los empresarios particulares aseguraron su parcela en el negocio al impedir que el Estado tuviera el monopolio total como el privilegio en ciertas áreas o líneas que circulaban por la ciudad. Pese a la oposición de algunos miembros del Senado, el proyecto terminó siendo aprobado con algunas modificaciones, pasando a convertirse en la Ley N° 8132, del 17 de julio de 1945.
La principal medida contemplada por la ley era la creación de la Empresa Nacional de Transportes Colectivos (ENT), compañía mixta donde el Fisco era accionista mayoritario, con el Ministerio de Hacienda como controlador, pero que además contaba con la participación de la CORFO y la Empresa Chilena de Electricidad. La nueva empresa impulsó un plan de modernización que contempló la renovación del material rodante, retirando gradualmente del servicio los tranvías y substituyéndolos por trolebuses y nuevos modelos de autobuses. Sin embargo, aspectos que habían agudizado la crisis de los tranvías como la competencia con las líneas de autobuses particulares, así como malos manejos administrativos y escándalos de corrupción en su funcionamiento conllevaron su continuo desfinanciamiento, lo que obligó al Ejecutivo a solicitar recurrentes inyecciones de capital mediante leyes de financiamiento especial en el Congreso ante el riesgo de quiebra.
La incapacidad de resolver estos problemas provocó que el Gobierno de Ibáñez del Campo promulgara el 24 de abril de 1953 el Decreto con Fuerza de Ley N° 54, cuyo eje era la toma del control absoluto por parte del Estado de los bienes de la ENT, así como su reestructuración jurídica y administrativa. La nueva empresa, denominada Empresa de Transportes Colectivos del Estado (ETCE), continuó con los planes de modernización iniciados por su antecesora, introduciendo más autobuses al parque capitalino y retirando de circulación sus últimos tranvías en 1959. Pese a ello, el servicio continuó mostrando deficiencias: el parque vehicular de la ETCE a mediados de la década de 1950 alcanzaba sólo un tercio del total de máquinas que circulaban por la capital, y con un servicio mucho más limitado por los frecuentes problemas mecánicos que en momentos afectaban a la mitad de ellas. Además, la mantención de un fuerte contingente burocrático, sumado a la continua competencia con los privados hizo que la ETCE, antes que entregar un servicio eficiente para la población derivara en una maquinaria de prebendas para los funcionarios estatales. Esto intento ser modificado bajo el Gobierno de Jorge Alessandri, que en 1960 dictó una nueva ley administrativa para reducir su número de trabajadores, modificar la ambigüedad jurídica en que estos se encontraban al convertirlos en empleados fiscales –obligando con ello a la disolución de sus sindicatos- y otras iniciativas en pos de aligerar las arcas del Estado.
Pese a ello, estas medidas no lograron revertir los malos resultados de sus finanzas ni proporcionar un servicio adecuado a las demandas de una ciudad en expansión continua como Santiago. Ante ello, no resulta casual que la administración Frei Montalva adoptara como política central de transporte público la construcción de un tren subterráneo, proyecto que venía generando propuestas técnicas desde mediados de la década de 1940, pero que solamente obtuvo apoyo estatal veinte años después. El Metro de Santiago se convirtió así en paradigma de la modernización del transporte público, pero en el intertanto la movilización colectiva de superficie fue postergada en las políticas urbanas. El Gobierno de la Unidad Popular no propuso nuevos rumbos en la materia, y su trágico final marcó también el fin del proyecto estatal en el transporte colectivo de superficie: desde 1975, la ETCE vio reducir su número de recorridos en la ciudad, las que fueron siendo entregadas a empresas particulares; su material fue retirado de servicio (como los trolebuses) o vendido a privados, hasta que por fin el Régimen Militar decretó el cierre de la empresa a través del DFL 3659 de 1981.
¿Qué lecciones dejan la observación de 40 años de políticas públicas sobre el transporte público en Santiago? Ante todo, la dificultad de cohesionar los intereses diversos que conviven en la actividad con un sentido de problema público central, que merece políticas públicas coordinadas entre todos los actores para asegurar el funcionamiento de la ciudad. En segundo plano, si bien el paso de una administración municipal hacia una gestionada por el Gobierno Central fue el reconocimiento a la necesidad de generar medidas más acordes a la escala de una ciudad en expansión como Santiago, fracasó en la construcción de un sistema de transporte colectivo, con los diferentes medios integrados en una red de tránsito subterráneo y de superficie eficiente. El fuerte peso de los privados en la actividad, apoyados por diversos sectores políticos en la defensa de sus privilegios, impulsó al Estado en una lógica de mercado, cuestión que favorecía un mejor servicio en las áreas de la ciudad donde la demanda era más alta. Así, con periferias en expansión cuya cobertura de movilidad era precaria, se estableció una desigualdad estructural en el acceso a un buen servicio, que sólo fue compensado con la expansión de la red producto de la liberalización de los servicio impulsada por la Dictadura, pero cuyos costos por la congestión, contaminación, precariedad laboral y accidentes de tránsito representaron para la población, una vez más, que política pública sobre la movilización colectiva capitalina descartara la dignidad como variable.