Hace un par de meses me enteré del premio que recibió el Metro de Santiago como el mejor de América. Ojo, EEUU y Canadá incluidos. A pesar del orgullo atávico por nuestro Metro, cuando vemos a Chile figurar en una escala así, aflora el chauvinismo más salvaje. Es esa desesperada sensación por sobresalir que nos da cuando Alexis le hace un gol al Real Madrid o cuando alguien de un lejano país te habla de las Torres del Paine o del Desierto de Atacama. No conozco tantos sistemas de transporte subterráneo del mundo como para establecer un parámetro válido, pero supongo que los jueces sí. Al menos a mí, entre lo que he visto, me parece bien merecido.
Si la novedad de los trenes, la limpieza y la aceptable frecuencia es un plus para nuestro metro – lo que llamaríamos “calidad”-, acá en Londres el foco está puesto en la “cantidad”, entendida como la extraordinaria red de líneas con underground a casi todos los rincones de la ciudad, incluido el aeropuerto internacional más importante de Londres, que a mi juicio es un gran desafío para una ciudad moderna. Está bien, los trenes son bastante antiguos, pocas estaciones tienen ascensor y en plena era 3G no hay cobertura de celular bajo tierra, pero creo que se resuelve el tema más importante: la conectividad. La ciudad, para estos efectos se divide en anillos, siendo las zonas 1 y 2 las más centrales. Los precios del metro varían según las zonas recorridas, pero en una ciudad poco segmentada en su distribución social como Londres, ese no es gran problema, como sí lo sería en Santiago. Eso sí, el ticket hay que comprarlo con casco puesto, ya que un viaje en horario punta supera los 2 mil pesos y no sirve para combinarlo con la micro.
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Arriba, en la superficie, las singulares micros rojas de dos pisos que todos conocemos como postal en un día nublado, dominan las calles. Dos pisos, sí. Inteligente medida para ahorrar espacio en las calles, pero claro, acá en Londres prácticamente no hay cables ni postes; Santiago pasaría con la luz cortada. A propósito de esto, en el año 2001 se introdujeron en Londres las famosas micros articuladas -las mismas del Transantiago- pero terminaron sucumbiendo ante las quejas de la gente por su viraje demasiado amplio y por ser inseguras para pasajeros, transeúntes y ciclistas.
La combinación de la micro con GPS (que funciona) y un Smartphone, hace maravillas. Google Maps es la brújula digital del usuario del transporte hiperconectado. Más allá de la filosofía existencial, preguntarse “dónde estoy y hacia dónde voy” basta para que todas las indicaciones, horarios y trasbordos aparezcan ahí en la mano. También está el servicio de una simple aplicación que indica en cuántos minutos más pasará la siguiente micro ingresando el nombre del paradero en el que estás. Un lujo, pero es necesario planificar el viaje y contar con, al menos, una hora para ir a cualquier lugar. La micro es lenta.
Para los padres y madres que cargan guaguas con coche, el respeto es irrestricto. La secuencia es así: la micro para, la madre pide que le abran la puerta de bajada, alguien le ayuda y el lugar indicado para coches y sillas de ruedas al interior de la micro es sagrado. ¿La diferencia? Una cultura que respeta al que tiene alguna dificultad de movimiento. ¿Cuántas veces vemos en Chile gente haciéndose la lesa para no dar el asiento a un anciano?
Pese a que las micros nocturnas tienen una enorme diferencia en frecuencia, al menos pasan toda la noche. Pero en algunas ocasiones resuena por los parlantes una arbitraria indicación con una voz femenina grabada: “this bus terminates here…”. En otras palabras, quiere decir, “señor usuario: por alguna razón que no tiene explicación, este bus terminará acá y ojalá tenga suerte en encontrar otro que lo lleve a su destino dentro de la próxima media hora”. En invierno, con -5 grados celsius y a las tres de la mañana, a nadie le hace mucha gracia.
La queja generalizada por estos lados apunta al clima, los precios estratosféricos de los arriendos de departamento y al costo de la movilización. Para las dos primeras, no hay mucho que patalear, pero para lo último, la mejor solución está en la bicicleta. Al contrario de lo que me había imaginado, Londres no se destaca por ser una ciudad llena de ciclovías. Tiene algunas bastante buenas, pero en general las bicicletas circulan por las calles y son respetadas como un auto más. Se ha logrado ese entendimiento envidiable, donde el micrero espera en la parada que lo sobrepase la bicicleta, donde la rotonda no es ese infierno que hay que atravesar con los dientes apretados… Y el ciclista, por cierto, debe cumplir con ciertas normas mínimas, como no pasar semáforos en rojo.
Al igual que con el tema de los padres/madres con coche, aparece la dualidad cultura versus infraestructura. Si no se puede tener las dos juntas, al menos podríamos pretender la más barata. Está bueno ya de echarles la culpa a los alcaldes en Santiago por no construir las ciclovías que muchos demandan. Si no hay plata, al menos se puede empezar por cambiar hacia una actitud que está ahí, intangible, lista para ser aprendida y gratis. ¿Por qué pudimos hacerlo con nuestro Metro y en la superficie no?
Imágenes: Juan Francisco Cox