Revista Planeo Nº3, Terremotos, tsunamis y reconstrucción. Mayo 2012.
[Por Alejandro Linayo]
El tratamiento de la problemática de los damnificados, entendida como la atención coyuntural que se le debe prestar a las personas que pierden su vivienda y sus bienes producto de un desastre socio-natural, debería de caracterizarse, al menos en teoría, por ser un tratamiento intensivo y de corto plazo. Penosamente las noticias nos demuestran a diario que estos principios cada vez parecieran estar más lejos de cumplirse y que en la medida que el tiempo pasa, el problema de los damnificados tiende a transformarse en una condición crónica tanto de Venezuela como de la mayoría de los países latinoamericanos.
Particularmente en nuestro continente nos hemos acostumbrado tanto a la existencia permanente de damnificados, como a sus distintas formas de protesta reclamando al Estado la solución inmediata de su problema, solución que conviene aclarar, no es otra que el dotarlos de alguna forma de solución habitacional.
Compartiendo roles en el escenario descrito, también hemos visto a nuestros Estados, en particular durante los últimos años, haciendo esfuerzos de diverso tipo a fin de atender una problemática que, lejos de disminuir, cada vez pareciera hacerse más grande, más grave y más compleja, y si bien es cierto que el modo como han sido concebidas y/o implementadas las soluciones que se han dado a esta problemática pudieran ser objeto de alabanzas o de críticas, es poco sensato alegar que el tema no ha dejado de ser un punto de agenda permanente de los actores de gobierno durante los últimos años.
Penosamente, cuando consideramos el volumen de la población que en nuestro continente vive en condiciones inaceptables de riesgo, es inevitable pensar que lo verdaderamente grave de este asunto no está en lidiar con los damnificados que tenemos hoy sino con los que con toda certeza se nos vendrán encima en el futuro. Y este es un reto que demanda con urgencia de nuestros gobiernos el entender y obrar en función de las condiciones “de fondo“ que propician estos escenarios.
Desde luego que son múltiples y complejas las referidas condiciones de fondo mencionadas, y con seguridad las mismas ameritan un análisis mucho más serio y minucioso que el que pudiéramos hacer acá, sin embargo nos atreveremos a esbozar someramente dos elementos que socavan buena parte de los esfuerzos que desde los gobiernos se hacen a fin de lidiar con la problemática de los damnificados y que son el tratar de instrumentar soluciones desde organismos impregnados por “actores institucionales picaros”, para atender a unos damnificados también infiltrados por muchos “actores sociales picaros”.
Poco podemos decir de los primeros que no se halla dicho ya. Es ridículo pensar que la corrupción, los niveles de ineficacia institucional y la excesiva burocratización que atentan hoy contra las iniciativas que se toman en favor de los damnificados constituyen problemas aislados de uno u otro gobierno. El carácter de “condición crónica” que en muchos casos presenta este problema constituye una realidad triste y difícil, sin soluciones mágicas, y que condiciona el éxito de lo que sea que se trate de implementar en cualquier tema, y esto algo que “los actores buenos” del gobierno conocen y padecen y “los actores malos” del gobierno conocen y disfrutan.
Ahora bien, sobre los “actores sociales picaros” si vale la pena hacer algunas consideraciones que no resultan tan obvias, tan comunes, ni tan notorias. Nos referimos acá a esas manifestaciones de “viveza criolla” que en ocasiones se manifiesta en algunos actores sociales a fin de aprovechar indebidamente la condición de damnificado. En este rubro se incluye la del damnificado que recibe la solución habitacional, la vende y vuelve a ocupar las mismas áreas de riesgo de las que fue desalojado; la del damnificado que, una vez que su vivienda ha sido clasificada de alto riesgo y objeto de un programa de reubicación (por sustitución o compra), procede a vender “cupos” en su casa a una o dos familias adicionales a fin de que estas sean también beneficiadas; la del ciudadano que de manera premeditada, conciente y alevosa ocupa espacios de altísimo riesgo, desatendiendo recomendaciones institucionales, a la espera de que durante la próxima temporada de lluvias se logre materializar su condición de damnificado, etc.
El hecho es que pareciera que debemos comenzar a comprender que detrás de la necesidad genuina de muchos, se esconden también verdaderas mafias que alquilan, venden, transan y negocian a las sombra de los programas de reconstrucción y acceso a viviendas y que suelen hacer que nuevamente acá “no sean todos los que están”, ni “ni estén todos los que son”, y esto en el fondo no es más que una manifestación adicional de la misma descomposición ética y moral que aqueja al aparato institucional, pero irradiada al plano de los actores sociales.
Desde luego que este escenario exige un profundo y detallado proceso de diagnóstico y de diseño de soluciones, sin embargo, en una primera aproximación, pareciera pertinente sugerir al Estado la necesidad de considerar la posibilidad de discriminar y categorizar la condición de damnificado a las circunstancias en las que la misma se adquiere y actuar en consecuencia. En este sentido se deberían discriminar al menos tres tipos de escenarios potenciales ante los cuales el Estado debería responder de manera diferenciada. En primer lugar se debe considerar el caso en que se perdiesen viviendas que, obviando recomendaciones técnicas, hubiesen sido permisadas y/o construidas POR EL MISMO ESTADO en zonas de reconocida amenaza. Se trata de una situación que ha pesar de lo insensata e inmoral, ha sido y aún es una práctica común en nuestra región. Ante estos casos el compromiso no puede ser otro que el de reponer a los afectados la casa perdida con una vivienda nueva y equipada. Es lo menos que debe hacerse en función de resarcir males causados por culpa de la irresponsabilidad y la poca capacidad institucional a la hora de respetar condiciones previamente conocidas de ocupación que imponía el territorio donde se instrumentaron esas obras en su momento.
En segundo lugar debe considerarse el caso de la respuesta que debe darse ante viviendas destruidas por eventos ubicados en espacios de los que no se tuviesen adecuados estudios previos y donde lo ocurrido representase una situación desconocida y sin antecedentes tanto para el Estado como para los habitantes afectados. En estos casos es fundamental entender que ni uno ni otro son intrínsicamente culpables de lo ocurrido, por el contrario ambos se convierten, por desconocimiento, en victimas de una situación no deseada y ambos, afectados y gobierno, deberían compartir en alguna medida las cargas de lo ocurrido. Es en casos como estos donde soluciones asociadas a créditos blandos para la reconstrucción o reubicación de afectados o programas de apoyo a la autoconstrucción en zonas seguras parecieran soluciones apropiadas.
Finalmente el tercer escenario que debe considerarse es la respuesta ante aquellos damnificados que desatendiendo abiertamente las advertencias de equipos técnicos institucionales, invadieron espacios con altos niveles de amenaza y construyeron en ellos viviendas. En estos casos el Estado y sus instituciones deben replantearse su papel y considerar si tiene sentido que, en respuesta a la no obediencia de las normas y disposiciones por parte de estos habitantes, es correcto premiarlos con una vivienda una vez que ocurre lo que, además de inevitable, había sido advertido. Desde luego que el costo político de una postura menos complaciente ante estos ciudadanos deberá valorarse y en todo caso afrontarse, sin embargo es difícil pensar en mecanismos distintos que permitan evitar que estas conductas se sigan repitiendo.
Lógicamente que la aplicación de políticas de este tipo exigen importantes retos al aparato institucional, retos que, entre otras tareas, exigirán ampliar la cobertura y transferencia de los estudios de microzonificación de amenazas (particularmente la de los principales centros urbanos y sus potenciales áreas de expansión), fortalecer técnicamente a las instituciones regionales del sistema de protección civil y bomberos y mejorar los mecanismos y las formas de coordinación que en la actualidad existen entre estos entes y los organismos encargados de la vivienda. En cualquiera de los casos no existen salidas mágicas a la problemática y, sean o no las aquí propuestas, decisiones igualmente difíciles tendrán que ser tomadas cuando sea que se decida su abordaje en serio. Mientras tanto seguiremos presenciando los esfuerzos denodados de unos Estados bien intencionados que se empeñan en extinguir un incendio con gasolina.